La verdad de una madre: Lo que realmente ocurrió cuando Sergio se marchó
—¿De verdad crees que puedes quedarte con todo, Carmen? —me gritó Rosario, mi exsuegra, mientras apretaba el bolso contra el pecho y me miraba con esos ojos fríos que siempre me hicieron sentir pequeña.
Era la tercera vez esa semana que venía a mi casa, la casa que según ella le pertenecía a su hijo Sergio. Yo no podía más. Llevaba meses fingiendo ante mis hijos, ante mis padres, ante los vecinos del barrio de Chamberí, que todo iba bien. Pero la verdad era otra: Sergio se había marchado una mañana de enero, dejando tras de sí un silencio tan denso que aún hoy me cuesta respirar.
Recuerdo perfectamente ese día. Me desperté con el sonido de la cafetera y el olor a tostadas quemadas. Pensé que Sergio estaba preparando el desayuno para los niños, como hacía a veces cuando quería redimirse tras alguna discusión. Pero al bajar a la cocina solo encontré una nota escrita con su letra apresurada: “No puedo más. Me voy. Todo es tuyo”.
Todo es tuyo. Como si la casa, el coche y los muebles pudieran llenar el vacío que dejó su ausencia. Como si los objetos pudieran consolarme cuando mis hijos, Lucía y Marcos, preguntaban cada noche cuándo volvería papá.
Pero nadie sabe lo que ocurrió realmente. Nadie sabe cómo Sergio empezó a llegar tarde a casa, cómo su mirada se volvió distante y sus palabras cortantes. Nadie sabe las veces que me encerré en el baño para llorar en silencio mientras él dormía en el sofá del salón. Nadie sabe cómo Rosario venía cada domingo a criticar mi forma de criar a los niños, a recordarme que nunca sería suficiente para su hijo.
—Carmen, tienes que entenderlo —me decía mi madre por teléfono—. Los matrimonios pasan por crisis. Aguanta un poco más por los niños.
Pero yo ya no podía más. El día que Sergio se fue, sentí alivio y miedo al mismo tiempo. Alivio porque ya no tendría que soportar sus silencios ni sus reproches. Miedo porque no sabía cómo iba a salir adelante sola, con dos hijos y una hipoteca que apenas podía pagar con mi trabajo de administrativa en una gestoría.
Las semanas siguientes fueron un infierno. Rosario empezó a contarle a todo el barrio que yo había echado a su hijo de casa, que me había quedado con todo y que él era una víctima. Los vecinos me miraban con lástima o con desprecio. En la panadería, la señora Pilar me preguntó un día:
—¿Y Sergio? Hace mucho que no le veo…
No supe qué responder. Mentí. Dije que estaba de viaje por trabajo.
Pero la verdad era otra. Sergio se había ido con otra mujer, una tal Patricia, compañera suya del banco. Lo supe por Lucía, que un día volvió del colegio llorando porque una amiga le había dicho que su padre tenía una novia nueva.
—¿Es verdad, mamá? ¿Papá ya no nos quiere?
¿Cómo se responde a eso? ¿Cómo le explicas a una niña de ocho años que su padre ha elegido empezar de nuevo sin ella?
Intenté mantenerme fuerte por mis hijos. Pero cada noche, cuando ellos dormían, yo repasaba mentalmente cada discusión, cada palabra hiriente, buscando en qué momento se rompió todo. ¿Fue cuando perdí el trabajo anterior y tuve que aceptar uno peor? ¿Fue cuando nació Marcos y dejé de arreglarme como antes? ¿Fue culpa mía?
Un día, mientras recogía los juguetes del salón, encontré una carta de Sergio escondida entre los cojines del sofá. No era para mí; era para Patricia. Decía cosas que nunca me dijo a mí: “Eres mi luz”, “Contigo todo es fácil”, “Nunca había sido tan feliz”. Sentí rabia y vergüenza al mismo tiempo. ¿Por qué no pudo decírmelo antes? ¿Por qué tuvo que mentirnos a todos?
La situación empeoró cuando Rosario empezó a amenazarme con abogados.
—Mi hijo te dejó la casa porque es un buen hombre —me decía—. Pero no te creas que vas a quedarte aquí para siempre.
Yo solo quería paz para mis hijos. Intenté hablar con Sergio, pedirle al menos un poco de respeto por nuestra historia y por los niños. Pero él solo respondía mensajes fríos:
—Habla con mi abogado.
Me sentí sola como nunca antes. Mis padres vivían en Toledo y no podían ayudarme más allá de llamadas y consejos bienintencionados. Mis amigas estaban ocupadas con sus propias vidas y poco a poco dejaron de llamarme.
Una tarde de abril, después de recoger a los niños del colegio, Lucía me preguntó si podíamos ir al parque como antes. Me senté en un banco mientras ellos jugaban y sentí cómo las lágrimas caían sin poder evitarlas. Una señora mayor se sentó a mi lado y me ofreció un pañuelo.
—No estás sola, hija —me dijo—. Todas hemos pasado por algo así alguna vez.
Esa frase me dio fuerzas para seguir adelante. Decidí buscar ayuda psicológica y poco a poco empecé a reconstruir mi vida. Aprendí a pedir ayuda, a decir “no” cuando algo me hacía daño, a poner límites incluso a Rosario.
Un día, después de meses sin vernos, Sergio vino a buscar a los niños para pasar el fin de semana con ellos. Le miré a los ojos y le dije:
—No quiero más mentiras ni reproches. Solo quiero que nuestros hijos sean felices.
Él asintió en silencio y por primera vez sentí que podía respirar tranquila.
Hoy sigo viviendo en la misma casa, trabajando duro para sacar adelante a Lucía y Marcos. Rosario ya no viene tanto y los vecinos han dejado de murmurar cuando paso por la calle. A veces me pregunto si hice lo correcto al aguantar tanto tiempo o si debería haberme marchado antes.
¿De verdad es justo cargar siempre con la culpa? ¿Cuántas mujeres más tienen que callar su dolor para mantener las apariencias? ¿Y tú? ¿Qué harías si estuvieras en mi lugar?