Me dejó en el noveno mes de embarazo y volvió tres años después pidiendo perdón
—¿Así que esto es todo? ¿Te vas ahora? —le grité, sintiendo cómo el aire se me atascaba en la garganta, mientras Pedro recogía sus cosas del armario sin mirarme a los ojos.
Él no respondió. Solo se detuvo un segundo, con la maleta medio abierta y la camisa arrugada colgando de una percha. Yo tenía el vientre enorme, a punto de estallar, y las lágrimas me caían por las mejillas como si fueran lluvia de noviembre en Madrid. Mi madre, Carmen, estaba en la cocina fingiendo que no escuchaba, pero sé que cada palabra le dolía tanto como a mí.
—No puedo más, Lucía. No estoy preparado para esto —susurró Pedro finalmente, con la voz rota.
—¿Preparado para qué? ¿Para ser padre? ¿Para no ser un cobarde? —le solté, sintiendo cómo la rabia me quemaba por dentro.
Pedro bajó la cabeza. No hubo más palabras. Salió por la puerta y el eco de sus pasos en el portal fue lo último que escuché de él durante tres años.
El parto fue duro. Mi hija, Sofía, nació una madrugada lluviosa en el hospital de La Paz. Mi madre me acompañó en todo momento, sujetándome la mano mientras yo gritaba y lloraba, no solo por el dolor físico, sino por el vacío que Pedro había dejado. Recuerdo mirar a Sofía por primera vez y prometerle que nunca le faltaría nada, aunque tuviera que partirme el alma trabajando.
Los primeros meses fueron una pesadilla. Entre las noches sin dormir, los pañales y las facturas acumulándose en la mesa del salón, sentía que me ahogaba. Volví a casa de mi madre porque no podía permitirme el alquiler del piso que compartía con Pedro. Mi padre había muerto hacía años y Carmen era mi único apoyo. Ella me ayudó a criar a Sofía mientras yo buscaba trabajo como administrativa en una gestoría del barrio.
A veces, por las noches, me preguntaba si Pedro pensaba en nosotras. Si alguna vez se arrepentía. Pero nunca llamó, nunca escribió. Ni siquiera preguntó por su hija. Mis amigas decían que era mejor así, que los hombres como él no merecen ni una lágrima. Pero yo no podía evitar sentirme culpable, como si hubiera hecho algo mal.
Pasaron los años y Sofía creció sana y feliz. Era una niña risueña, con los ojos grandes y el pelo castaño igual que su padre. Cada vez que la miraba veía un pedazo de Pedro en ella y eso me dolía más de lo que quería admitir.
Un día cualquiera de marzo, cuando Sofía ya tenía tres años y yo empezaba a sentirme fuerte otra vez, llamaron al timbre. Era sábado por la tarde y estábamos pintando dibujos en la mesa del salón. Abrí la puerta sin pensar y ahí estaba él: Pedro, con la barba descuidada y los ojos llenos de culpa.
—Lucía… —dijo apenas en un susurro—. Necesito hablar contigo.
Me quedé paralizada. Sentí cómo todo el dolor acumulado durante esos años volvía de golpe. Sofía se asomó detrás de mí, curiosa.
—¿Quién es ese, mamá?
No supe qué responderle. Pedro se agachó para mirarla y le temblaban las manos.
—Hola… —balbuceó—. Soy… soy Pedro.
Cerré la puerta tras de mí y salimos al rellano. No quería que Sofía escuchara nada de lo que iba a decirle.
—¿A qué has venido? —le espeté, cruzándome de brazos.
Pedro bajó la mirada.
—He sido un cobarde. No hay excusa para lo que hice… Me fui porque tenía miedo, porque sentí que todo se me venía encima y no supe afrontarlo. Pero he cambiado, Lucía. He estado en terapia… He pensado en vosotras cada día… Quiero conocer a mi hija. Quiero intentar arreglar las cosas.
Sentí ganas de gritarle todo lo que había sufrido: las noches sola en el hospital, las veces que Sofía preguntó por su padre, los cumpleaños vacíos… Pero solo pude mirarle con rabia y tristeza.
—¿Y ahora qué? ¿Pretendes aparecer aquí y que todo vuelva a ser como antes? ¿Que te perdone solo porque has decidido volver?
Pedro negó con la cabeza.
—No espero que me perdones. Solo quiero ser parte de la vida de Sofía… Si tú me dejas.
Esa noche no dormí. Hablé con mi madre hasta las tantas. Ella me dijo que pensara en Sofía antes que en mí misma. Que ningún niño merece crecer sin conocer a su padre si este está dispuesto a cambiar.
Durante semanas, Pedro vino a ver a Sofía bajo mi supervisión. Al principio ella era tímida, pero poco a poco empezó a confiar en él. Yo observaba desde lejos, debatiéndome entre el miedo a que volviera a hacernos daño y la esperanza de que realmente hubiera cambiado.
Un día, mientras recogíamos los juguetes del parque, Sofía me preguntó:
—Mamá, ¿por qué papá no vivía con nosotras antes?
Me quedé helada. No supe qué decirle sin romperle el corazón.
—A veces los adultos cometemos errores muy grandes —le respondí—. Pero lo importante es aprender de ellos y tratar de hacer las cosas bien después.
Pedro insistió en pedirme perdón una y otra vez. Me trajo cartas escritas a mano, flores, incluso habló con mi madre para pedirle disculpas por todo el daño causado. Yo seguía sin saber si era capaz de perdonarle o si debía protegerme para siempre del hombre que me dejó sola cuando más lo necesitaba.
Ahora han pasado seis meses desde su regreso. Pedro sigue viniendo cada semana y Sofía le adora. Yo sigo rota por dentro pero intento recomponerme poco a poco. A veces me pregunto si algún día podré confiar en él otra vez o si este dolor será una cicatriz permanente en mi vida.
¿Realmente merece alguien una segunda oportunidad después de haber destrozado una familia? ¿O hay heridas que nunca llegan a cerrarse del todo?