Me llamaban tía, pero solo miraban mi dirección: La historia de una traición familiar
—¿Tía Carmen, tienes un momento? —La voz de Lucía retumbó en el pasillo, rompiendo el silencio que tanto apreciaba en mi piso de la calle Atocha. Era un martes cualquiera, pero su tono tenía algo urgente, casi ansioso. Cerré el libro que leía y fui hacia la puerta, con el corazón latiendo más rápido de lo habitual.
Lucía, la hija de mi hermana Pilar, siempre fue la niña de la familia. La mimada, la lista, la que todos decían que llegaría lejos. Pero últimamente venía demasiado a menudo. Demasiado interesada en mis cosas, en mi vida, en mi piso. Me abrazó con ese entusiasmo forzado que nunca me convenció del todo.
—¿Qué pasa, hija? —pregunté, intentando sonar natural.
—Nada, tía, solo quería verte. Y… bueno, hablarte de algo importante —dijo, jugueteando con las llaves en el bolsillo de su abrigo caro.
La invité a sentarse en el salón, donde el sol de la tarde pintaba sombras largas sobre el parquet antiguo. Puse agua para el té, como cada día a las cinco. Ella miraba alrededor como si estuviera valorando cada mueble, cada cuadro heredado de mis padres.
—Tía, tú sabes que te quiero mucho —empezó—. Y sé que vives sola… ¿No te has planteado nunca vender este piso e irte a un sitio más pequeño? Algo más cómodo…
Sentí un escalofrío. No era la primera vez que alguien me sugería eso. Pero viniendo de Lucía, dolía más. ¿Era preocupación o interés? Recordé las veces que Pilar me había dicho: “Carmen, deberías pensar en el futuro. No puedes vivir sola para siempre”.
—Estoy bien aquí —respondí seca—. Este piso es mi vida.
Lucía sonrió, pero sus ojos no reían.
—Ya, pero… imagina lo fácil que sería todo si tuvieras menos cosas que cuidar. Y podrías ayudarme a mí también… Sabes que estoy buscando piso y los alquileres están imposibles.
Ahí estaba. La verdadera razón. No era por mí. Era por ella.
—¿Quieres que te deje vivir aquí? —pregunté directa.
—¡No! Bueno… sí. Solo hasta que encuentre algo propio. Podríamos compartir gastos y así no estarías sola —dijo rápidamente.
Me quedé callada. Sabía que si le abría la puerta, nunca se iría. Y yo perdería mi refugio, mi independencia. Recordé a mi madre diciéndome: “Carmen, la familia es lo primero”. Pero ¿y si la familia solo te ve como una dirección en el centro?
Esa noche no dormí. Escuchaba los ruidos de la ciudad y pensaba en todo lo que había sacrificado por los demás: cuidar a mis padres hasta el final, ayudar a Pilar cuando se divorció, pagarle a Lucía los estudios en Salamanca… ¿Y ahora esto?
Los días siguientes Lucía insistió. Venía con excusas: “Te traigo croquetas”, “¿Te ayudo con la compra?”, “¿Te arreglo el ordenador?”. Pero siempre acababa hablando del piso.
Una tarde encontré a Pilar esperándome en el portal.
—Carmen, tenemos que hablar —dijo sin rodeos—. Lucía está agobiada con el alquiler y tú tienes espacio de sobra. ¿Por qué no le dejas una habitación? Así no estarás tan sola.
Me sentí acorralada. Mi propia hermana presionándome. ¿Era egoísta por querer estar sola? ¿Por proteger lo poco que era mío?
Esa noche llamé a mi amiga Mercedes.
—Mira, Carmen —me dijo—, tú has dado mucho por todos. Ahora te toca pensar en ti. Si cedes ahora, nunca recuperarás tu espacio.
Pero la presión aumentó. Un día recibí una carta del banco: alguien había intentado averiguar si tenía hipoteca pendiente sobre el piso. Mi nombre estaba limpio, pero sentí miedo. ¿Hasta dónde llegarían?
Llamé a Lucía.
—Ven mañana a casa —le dije con voz firme.
Cuando llegó, le serví té como siempre. Pero esta vez no hubo charla amable.
—Lucía, sé lo que estás haciendo. Y no voy a permitirlo. Este piso es mío y aquí mando yo. Si necesitas ayuda económica, te ayudo dentro de mis posibilidades. Pero no voy a ceder mi casa ni ahora ni nunca.
Lucía se quedó pálida.
—Tía… solo quería ayudarte…
—No mientas —le corté—. Si me quisieras de verdad, no me harías esto.
Se levantó y se fue sin mirar atrás. Pilar me llamó furiosa esa noche:
—¡Eres una egoísta! ¡Siempre pensando solo en ti!
Colgué el teléfono temblando. Lloré como no lloraba desde hacía años. Pero al día siguiente me sentí más ligera.
Ahora paso las tardes sola en mi salón, con mi té y mis libros viejos. A veces me siento culpable; otras veces orgullosa por haberme defendido al fin.
¿De verdad es tan malo querer proteger lo poco que uno tiene? ¿Cuántos habéis sentido alguna vez que vuestra familia solo os ve como un número o una propiedad? Me gustaría saber si soy la única o si hay más como yo.