Mi familia, los parásitos: El verano en el que dije basta

—¡No, mamá, no puedes venir este fin de semana!— grité al teléfono, con la voz temblorosa y el corazón en un puño. Sentí la mirada de Lucía, mi pareja, desde la cocina, mientras removía el café con una cucharilla que tintineaba como si marcara el ritmo de mi ansiedad.

Mi madre suspiró al otro lado de la línea, ese suspiro largo y dramático que siempre había usado para manipularme desde niña. —Pero hija, solo somos tu padre y yo. Y tu tía Carmen. Y los niños, claro. ¿Qué problema hay? Si esa casa es enorme…

Era la cuarta vez ese mes. Desde que Lucía y yo compramos la casa en las afueras de Madrid, con tanto esfuerzo y una hipoteca que nos quitaba el sueño, mi familia había decidido que nuestro hogar era una especie de hotel rural gratuito. Al principio era bonito: las risas en el jardín, las barbacoas improvisadas, los niños corriendo descalzos por el césped. Pero pronto se convirtió en una pesadilla.

Mi hermano Sergio venía cada viernes con su novia nueva y se quedaban hasta el lunes, dejando la nevera vacía y las toallas sucias tiradas por todas partes. Mi tía Carmen traía a sus perros sin avisar, y los dejaba sueltos por la casa, destrozando las plantas que Lucía cuidaba con tanto mimo. Mis padres llegaban con bolsas llenas de comida… para ellos mismos, porque nunca pensaban en lo que necesitábamos nosotras.

—¿Otra vez tu familia?— preguntó Lucía en voz baja cuando colgué. Sus ojos estaban cansados, y sentí una punzada de culpa. —No puedo más, Ana. Esta casa era nuestro sueño, ¿te acuerdas? Queríamos paz, no esto.

Me senté a su lado y le cogí la mano. —Lo sé. Pero si les digo que no… se enfadan. Me hacen sentir mala hija.

Lucía apretó los labios. —¿Y yo? ¿Y nosotras? ¿No merecemos también ser felices aquí?

Esa noche apenas dormí. Me revolvía en la cama pensando en cómo mi familia había invadido cada rincón de mi vida. Recordé cuando era niña y mi madre me obligaba a compartir mis juguetes con mis primos aunque yo no quisiera. Siempre me enseñaron que decir «no» era egoísta.

El sábado por la mañana llegaron todos: mis padres, mi tía Carmen con sus perros, Sergio y su novia (otra diferente), y hasta mi prima Laura con sus dos hijos adolescentes que no saludaban ni ayudaban a poner la mesa. La casa se llenó de gritos, risas forzadas y discusiones por el baño.

Lucía desapareció en el jardín con una copa de vino. Yo me quedé sola en la cocina, recogiendo platos mientras mi madre criticaba el color de las cortinas y mi tía preguntaba si podía llevarse unas plantas «porque aquí sobran».

Por la noche, cuando todos dormían desperdigados por el salón y las habitaciones de invitados, bajé al jardín buscando aire. Encontré a Lucía sentada en el columpio, llorando en silencio.

—No puedo más— me dijo sin mirarme—. Siento que esta casa ya no es nuestra.

Me senté a su lado y rompí a llorar también. —Tienes razón. No puedo seguir así.

Al día siguiente, mientras desayunábamos todos juntos, respiré hondo y me levanté. —Necesito deciros algo— anuncié con voz temblorosa.

Todos me miraron sorprendidos. Mi padre dejó el periódico, mi madre frunció el ceño.

—A partir de ahora— continué—, Lucía y yo necesitamos nuestro espacio. No podéis venir sin avisar ni quedaros todos los fines de semana. Esta es nuestra casa y queremos disfrutarla también nosotras solas.

Un silencio incómodo llenó la sala. Mi madre se levantó indignada. —¡Pero somos tu familia! ¿Nos vas a echar?

Sentí un nudo en la garganta pero mantuve la mirada firme. —No os estoy echando. Solo os pido respeto.

Mi tía Carmen murmuró algo sobre «la juventud de hoy» y Sergio puso los ojos en blanco. Pero Lucía me miró con orgullo y me apretó la mano bajo la mesa.

Ese domingo por la tarde se marcharon antes de lo habitual. La casa quedó extrañamente silenciosa, como si respirara aliviada junto a nosotras.

Las semanas siguientes fueron difíciles: llamadas frías de mi madre, mensajes pasivo-agresivos de mi tía, silencios incómodos en los grupos familiares de WhatsApp. Pero poco a poco aprendí a vivir con ello. Aprendí que poner límites no es ser mala hija ni mala sobrina; es quererme a mí misma y cuidar lo que he construido con Lucía.

A veces me pregunto si algún día entenderán que no se puede vivir eternamente del sacrificio ajeno. ¿Cuántas veces hemos dejado que nos roben la paz por miedo a decepcionar? ¿Y vosotros? ¿Os habéis sentido alguna vez prisioneros de vuestra propia familia?