Mi hija ya no es la misma: el día que no vino a celebrar a su padre

—¿De verdad no vas a venir, Lucía? —le pregunté al teléfono, intentando que no se me quebrara la voz.

Al otro lado, mi hija guardó silencio unos segundos. Pude imaginarla mirando a Sergio, su marido, buscando su aprobación antes de responderme. Ese silencio me dolió más que cualquier palabra.

—Mamá, ya te lo expliqué… Sergio tiene una reunión importante y… bueno, no podemos ir —dijo finalmente, con esa voz apagada que últimamente siempre usa conmigo.

Era el cumpleaños número sesenta de Antonio, mi marido. Habíamos preparado una comida especial en casa, como cada año. La mesa estaba puesta con el mantel de lino que tanto le gusta a Lucía, y hasta había hecho su tarta favorita de chocolate. Pero ella no iba a venir. Otra vez.

Colgué el teléfono y sentí cómo se me llenaban los ojos de lágrimas. Antonio me abrazó en silencio. Él siempre ha sido más comprensivo, más paciente. Pero yo no podía evitar sentirme traicionada, desplazada por ese hombre que parecía haberle robado el alma a mi hija.

Lucía siempre fue una chica alegre, espontánea, llena de vida. Cuando conoció a Sergio, todo cambió poco a poco. Al principio era encantador: atento, educado, incluso simpático. Pero después de la boda, empezaron los pequeños detalles. Que si mejor no salgas tanto con tus amigas, que si tu madre te llama demasiado, que si tus padres no entienden tu vida ahora…

Al principio pensé que eran cosas normales del matrimonio. Pero pronto Lucía empezó a distanciarse. Ya no venía los domingos a comer, ya no me llamaba para contarme sus cosas. Cuando le preguntaba si estaba bien, siempre decía que sí, pero sus ojos decían otra cosa.

—No te preocupes tanto —me decía Antonio—. Los hijos crecen y hacen su vida.

Pero yo sentía que había algo más. No era solo la distancia normal de una hija casada. Era como si Sergio la hubiera convencido de que nosotros éramos un estorbo.

La última vez que vinieron juntos fue en Navidad. Recuerdo cómo Sergio apenas habló durante la cena y Lucía parecía nerviosa todo el tiempo. Cuando le pregunté si le pasaba algo, él contestó por ella:

—Está cansada, ha tenido una semana difícil en el trabajo.

Lucía solo asintió en silencio.

Después de esa noche, las llamadas se hicieron aún más escasas. Si llamaba yo, Sergio contestaba muchas veces y me decía que Lucía estaba ocupada. Cuando por fin hablaba con ella, notaba que medía cada palabra.

Hace dos semanas discutimos por primera vez de verdad. Le dije que la echaba de menos, que sentía que ya no era mi hija. Ella se puso a llorar y me dijo:

—Mamá, tienes que entenderlo… Sergio es mi familia ahora.

¿Su familia? ¿Y nosotros qué éramos entonces?

Hoy, en el cumpleaños de Antonio, la ausencia de Lucía se sentía como un hueco enorme en la mesa. Mi hermana Carmen intentó animarme:

—No te lo tomes así, mujer. Ya sabes cómo son los jóvenes ahora…

Pero yo no podía dejar de pensar en todas las veces que Lucía y yo habíamos cocinado juntas para sorprender a su padre. En cómo se reía cuando le salía mal el merengue o cuando se manchaba de harina.

Después de comer, Antonio salió al balcón a fumar un cigarro y yo me quedé sola en la cocina recogiendo los platos. De repente sonó mi móvil: un mensaje de Lucía.

«Felicidades a papá. Espero que lo hayáis pasado bien. Os quiero mucho.»

No pude evitar responderle:

«Te echamos mucho de menos. Esto ya no es lo mismo sin ti. ¿Estás bien?»

No hubo respuesta.

Esa noche apenas dormí. Me levanté varias veces pensando si debía ir a buscarla, hablar con ella cara a cara. Pero Antonio me convenció de esperar.

—No podemos obligarla —me dijo—. Si quiere volver, volverá.

Pero yo no podía resignarme tan fácilmente. Al día siguiente llamé a su amiga Marta para preguntarle si sabía algo.

—Desde que está con Sergio casi no la vemos —me confesó—. Siempre pone excusas para no quedar… No sé qué le pasa.

La preocupación me carcomía por dentro. ¿Y si Sergio la estaba controlando? ¿Y si la estaba alejando de todos poco a poco?

Una tarde decidí ir a su casa sin avisar. Llamé al timbre y fue Sergio quien abrió la puerta.

—¿Qué haces aquí? —me preguntó con frialdad.

—Quiero ver a mi hija —le respondí sin rodeos.

Me dejó pasar a regañadientes. Lucía estaba en el sofá, con cara de sorpresa y algo de miedo.

—Mamá…

Me acerqué y la abracé fuerte. Ella temblaba ligeramente.

—¿Estás bien? —le susurré al oído.

Sergio nos miraba desde la puerta del salón con gesto serio.

—No puedes venir así sin avisar —dijo él—. Aquí tenemos nuestras normas.

Me giré hacia él y le contesté:

—Lucía es mi hija y siempre será bienvenida en mi casa… y yo en la suya.

Lucía me miró con lágrimas en los ojos y bajó la cabeza.

—Mamá… por favor…

Sentí un nudo en el estómago al ver cómo evitaba mirarme directamente. Me marché poco después, con el corazón aún más roto que antes.

Desde entonces apenas hemos hablado. Antonio dice que tengo que dejarla ir, pero yo no puedo dejar de pensar en todo lo que hemos perdido por culpa de ese hombre.

¿En qué momento dejamos de ser una familia? ¿Cómo puede alguien cambiar tanto por amor? ¿De verdad es esto lo que significa crecer y formar tu propia familia?

A veces me pregunto si algún día Lucía volverá a ser la misma o si ya la he perdido para siempre.