Mi hijo desconocido: el secreto de Álvaro
—¿Es usted la madre de Álvaro García? —La voz al otro lado del teléfono temblaba, y yo sentí cómo el suelo se abría bajo mis pies. Eran las dos de la madrugada y mi marido, Tomás, dormía a mi lado, ajeno al huracán que estaba a punto de desatarse en nuestra vida.
—Sí, soy yo. ¿Qué ha pasado? —pregunté, con el corazón encogido.
—Su hijo ha tenido un accidente. Está en el Hospital General. Debería venir cuanto antes.
No recuerdo cómo llegué al hospital. Solo recuerdo el frío de la sala de espera, las luces blancas y el olor a desinfectante. Tomás llegó poco después, con la cara desencajada. Nos sentamos juntos, en silencio, hasta que una enfermera nos llamó.
Álvaro estaba inconsciente. Tenía el rostro cubierto de moratones y una herida en la frente. Los médicos nos dijeron que había tenido suerte, que podría haber sido mucho peor. Pero lo que más me dolió no fue verle así, sino darme cuenta de que no sabía qué hacía mi hijo esa noche, ni con quién estaba.
—¿Saben ustedes con quién iba Álvaro? —preguntó la policía.
Negué con la cabeza, avergonzada. Tomás tampoco supo qué decir. Nos miramos, buscando respuestas en los ojos del otro, pero solo encontramos miedo.
Poco después llegaron dos chicos y una chica. No los había visto nunca. Se acercaron a la puerta de la habitación y preguntaron por Álvaro. La chica, Lucía, llevaba el pelo teñido de azul y los ojos rojos de tanto llorar.
—¿Sois amigos de mi hijo? —pregunté, intentando sonar amable.
Lucía asintió.—Somos su familia —dijo, y sentí una punzada en el pecho.
Durante los días siguientes, Lucía y los otros chicos no se separaron del hospital. Traían comida, hablaban con los médicos y se turnaban para estar junto a Álvaro. Yo los observaba desde lejos, preguntándome quiénes eran realmente para mi hijo.
Una tarde, mientras Tomás iba a casa a ducharse, me armé de valor y me senté junto a Lucía.
—¿Desde cuándo conoces a Álvaro? —le pregunté.
Ella me miró con una mezcla de compasión y tristeza.—Desde hace dos años. Nos conocimos en el centro social del barrio. Él venía mucho cuando las cosas en casa se pusieron difíciles.
Sentí un escalofrío.—¿Difíciles? ¿Por qué dices eso?
Lucía bajó la mirada.—A veces sentía que no podía hablar con vosotros. Decía que no le entenderíais…
Me quedé sin palabras. ¿Cómo era posible que mi propio hijo sintiera que no podía hablar conmigo? ¿En qué momento se había abierto esa grieta entre nosotros?
Cuando Álvaro despertó, su primera sonrisa fue para Lucía. Yo estaba allí, pero él apenas me miró. Me dolió más de lo que puedo explicar.
—Mamá… —dijo al fin, con voz ronca.—No quería preocuparos.
—¿Preocuparnos? Álvaro, eres mi hijo…
Él apartó la mirada.—No sabes nada de mí.
Tenía razón. No sabía nada. No sabía que había dejado de ir a clases algunas tardes para ir al centro social; no sabía que escribía poesía ni que soñaba con ser músico; no sabía que tenía miedo de decepcionarnos porque Tomás siempre esperaba que fuera ingeniero como él.
Esa noche, mientras Tomás dormía en la butaca del hospital, me acerqué a Álvaro y le cogí la mano.
—Perdóname —le susurré.—Por no verte. Por no escucharte.
Él apretó mi mano con fuerza.—Solo quiero ser yo mismo, mamá.
Las semanas siguientes fueron un torbellino de emociones. Álvaro tuvo que quedarse en casa durante meses para recuperarse. Lucía venía todos los días; a veces traía a sus amigos, otras veces venía sola. Poco a poco fui conociéndolos: Raúl era hijo de inmigrantes ecuatorianos y luchaba por sacar adelante a su familia; Marta había salido del armario hacía poco y sus padres no lo aceptaban; juntos formaban una especie de familia improvisada donde todos podían ser quienes realmente eran.
Un día escuché a Tomás discutir con Álvaro en el salón:
—¡No puedes dejar la universidad por un grupo de amigos! —gritaba Tomás.—¡Tienes un futuro brillante!
—¿Un futuro brillante para quién? —respondió Álvaro.—¿Para ti o para mí?
Me quedé paralizada en el pasillo. Por primera vez entendí que habíamos estado viviendo para nosotros mismos, no para nuestro hijo.
Esa noche hablé con Tomás.—Tenemos que dejarle elegir su camino —le dije.—Si no lo hacemos, lo perderemos para siempre.
Tomás lloró por primera vez en años. Me abrazó y juntos fuimos a hablar con Álvaro. Le dijimos que le queríamos tal y como era; que estábamos dispuestos a escucharle, aunque nos costara entenderle.
No fue fácil. Hubo días en los que pensé que nunca recuperaríamos su confianza. Pero poco a poco empezamos a reconstruir nuestra relación. Aprendí a escuchar sin juzgar; aprendí a preguntar sin miedo; aprendí que ser madre es aceptar que tus hijos no son una extensión de ti misma, sino personas independientes con sus propios sueños y miedos.
Hoy Álvaro está mejor. Ha vuelto a escribir poesía y da clases de guitarra en el centro social donde conoció a Lucía y sus amigos. A veces me invita a sus recitales y yo voy, aunque no entienda todas sus canciones. Pero lo más importante es que ahora sé quién es mi hijo… o al menos estoy aprendiendo a conocerle cada día un poco más.
A veces me pregunto: ¿Cuántos padres creen conocer a sus hijos y en realidad solo conocen una sombra? ¿Cuántas veces dejamos de mirar porque tenemos miedo de lo que podemos encontrar? ¿Y si escuchar fuera el primer paso para volver a encontrarnos?