Milagro tardío: El precio de un sueño cumplido

—Mamá, ¿por qué no puedo ir sola al parque como mis amigas? —La voz de Lucía retumba en el pasillo, cargada de esa mezcla de inocencia y rebeldía que sólo tienen los niños de nueve años.

Me quedo paralizada, con la mano aún en el pomo de la puerta. Miro a Lucía, su mochila rosa colgando del hombro, el flequillo pegado a la frente por el sudor. Siento una punzada en el pecho. ¿Cómo explicarle que el miedo me atenaza cada vez que la imagino lejos de mi vista?

—Cariño, ya sabes que la calle está muy peligrosa —respondo, intentando sonar firme, pero mi voz tiembla. Ella pone los ojos en blanco y se marcha dando un portazo.

Me apoyo en la pared. Recuerdo las noches en vela, los años de pruebas médicas, las lágrimas escondidas tras la puerta del baño para que Fernando no me viera rota. Recuerdo la primera vez que Lucía lloró en mis brazos, aquel milagro tardío que llegó cuando ya había perdido la esperanza. Tenía cuarenta años y sentía que el mundo entero me miraba con lástima o con asombro.

En el colegio, las otras madres me llamaban “la abuela moderna” a mis espaldas. Yo sonreía, fingiendo que no me dolía. Pero lo cierto es que siempre he sentido que tenía que compensar algo: mi edad, mi cansancio, mi inseguridad. Y así, poco a poco, fui cediendo terreno. Lucía nunca ha tenido que esperar nada; todo lo ha tenido al instante. Si quería un juguete nuevo, lo tenía. Si pedía dormir en nuestra cama, la dejábamos. Si lloraba porque no quería ir a una excursión, la excusábamos.

Fernando y yo apenas discutimos delante de ella. Pero por las noches, cuando Lucía duerme, las palabras se nos atragantan.

—No podemos seguir así —me dice él una noche, mientras recoge los platos—. La estamos malcriando.

—¿Y qué quieres que haga? —le respondo con rabia—. ¿Que le niegue lo único que tiene? ¿Que le diga que no puede tener lo que pide?

Fernando suspira y se pasa la mano por el pelo canoso.

—No quiero que crezca pensando que el mundo gira a su alrededor. No estaremos siempre aquí para protegerla.

Esa frase me golpea como un mazazo. No estaremos siempre aquí. Lo sé mejor que nadie: cada vez que subo una escalera y me duelen las rodillas, cada vez que me miro al espejo y veo nuevas arrugas.

Una tarde de domingo, Lucía se encierra en su habitación después de una discusión porque no le he dejado comer más helado. Me siento en el sofá y lloro en silencio. Mi madre, Carmen, viene a visitarnos y me encuentra así.

—¿Qué te pasa, hija?

—No sé si lo estoy haciendo bien —le confieso entre sollozos—. Siento que todo lo hago mal con Lucía.

Ella me abraza fuerte.

—Nadie sabe cómo ser madre —me dice—. Pero tienes que dejarla crecer. Si no aprende a caerse ahora, ¿cómo va a levantarse después?

Las palabras de mi madre resuenan en mi cabeza durante días. Empiezo a observar a Lucía con otros ojos: veo cómo se frustra cuando algo no le sale bien, cómo se enfada si no obtiene lo que quiere al instante. Veo también cómo las otras niñas del parque se organizan solas para jugar mientras ella me busca con la mirada cada dos minutos.

Una tarde decido soltar un poco la cuerda.

—Lucía, hoy puedes ir sola al parque —le digo mientras le ato los cordones de las zapatillas.

Sus ojos se iluminan de sorpresa y miedo a la vez.

—¿De verdad?

—De verdad. Pero tienes que prometerme que volverás antes de las ocho y que no hablarás con desconocidos.

Asiente entusiasmada y sale corriendo. Yo me quedo sentada junto a la ventana, mirando el reloj cada cinco minutos, luchando contra el impulso de salir corriendo tras ella.

Cuando vuelve, sonríe como nunca antes la había visto sonreír.

—He jugado con Marta y Paula —me cuenta—. Y he subido sola al columpio más alto.

Esa noche duermo mejor de lo habitual. Pero sé que esto es sólo el principio de un largo camino: el camino de aprender a dejar ir poco a poco a mi hija, aunque duela.

A veces pienso en todas las renuncias y sacrificios que hemos hecho Fernando y yo para tenerla. Pienso en el miedo constante a perderla, en la presión por ser padres “perfectos” cuando ya no tenemos la energía ni la paciencia de antes. Pienso en cómo la sociedad nos juzga por haber sido padres tan tarde y por consentir tanto a nuestra hija.

Pero también pienso en todo lo bueno: en las risas compartidas, en los abrazos inesperados, en las pequeñas victorias cotidianas.

Ahora sé que amar también es saber soltar. Que proteger demasiado puede ser otra forma de hacer daño.

¿Y vosotros? ¿Hasta qué punto creéis que debemos proteger a nuestros hijos? ¿Dónde está el límite entre el amor y la sobreprotección?