No pude querer a los hijos de mi marido: confesiones de una madrastra rota
—¿Por qué no puedes intentarlo un poco más, Lucía? —me preguntó Miguel aquella noche, con la voz rota y los ojos cansados. Yo estaba sentada en el borde de la cama, mirando mis manos, incapaz de sostenerle la mirada. Afuera llovía, y cada gota que golpeaba la ventana parecía marcar el ritmo de mi corazón acelerado.
No era la primera vez que discutíamos por lo mismo. Desde que nos mudamos juntos, con sus hijos —Paula y Sergio—, la casa se había llenado de silencios incómodos y miradas esquivas. Yo intentaba, de verdad lo hacía, pero cada gesto mío parecía caer en saco roto. Paula tenía quince años y me miraba como si yo fuera una intrusa en su vida; Sergio, con sus once, apenas me dirigía la palabra.
Recuerdo el primer día que los conocí. Miguel me había advertido: “No te preocupes si están fríos al principio, necesitan tiempo”. Pero el tiempo pasó y la distancia solo creció. Paula se encerraba en su habitación con música a todo volumen, y Sergio se refugiaba en los videojuegos. Yo cocinaba sus platos favoritos —o lo intentaba—, les preguntaba por el colegio, pero las respuestas eran monosílabos o simples encogimientos de hombros.
Una tarde de domingo, mientras preparaba una tortilla de patatas —la favorita de Miguel—, escuché a Paula hablar por teléfono en el pasillo:
—No sé cómo aguanta papá a esa mujer. No es mamá y nunca lo será.
Sentí un nudo en la garganta. Me apoyé en la encimera y respiré hondo para no llorar. ¿Qué estaba haciendo mal? ¿Por qué no podía ganarme su cariño?
Miguel intentaba mediar, pero yo notaba cómo también él se desgastaba. Su exmujer, Carmen, llamaba casi a diario para hablar con los niños y a veces para discutir con Miguel por cualquier detalle: que si Sergio había olvidado el abrigo, que si Paula no había hecho los deberes. Yo me sentía una extraña en mi propia casa.
Las cenas eran un campo de batalla silencioso. Miguel intentaba sacar conversación:
—¿Qué tal el instituto hoy, Paula?
—Bien —respondía ella sin levantar la vista del móvil.
—¿Y tú, Sergio?
—Nada —decía él mientras pinchaba la comida sin ganas.
Yo me esforzaba por sonreír, por no mostrar mi frustración. Pero cada noche terminaba llorando en el baño, preguntándome si algún día sería suficiente para ellos.
Un sábado por la mañana, decidí organizar una excursión a la sierra de Guadarrama. Pensé que salir de casa podría ayudarnos a conectar. Preparé bocadillos, llevé juegos de mesa y hasta propuse hacer una ruta fácil para que todos pudieran disfrutar. Pero nada salió como esperaba. Paula se quejó todo el camino:
—¿De verdad tenemos que hacer esto? Podría estar con mis amigas.
Sergio se puso los auriculares y no habló en toda la caminata. Miguel intentó animar el ambiente, pero yo sentía cómo la tensión crecía con cada paso.
Al volver a casa, Paula se encerró en su cuarto y Sergio se fue directo a la consola. Miguel y yo nos quedamos solos en el salón. Él me miró con tristeza:
—No sé qué más hacer, Lucía. Esto no está funcionando.
Yo rompí a llorar. Le confesé que me sentía invisible, que cada intento mío era rechazado y que empezaba a odiar esa casa. Le dije lo que nunca me había atrevido a decir:
—No puedo quererlos como si fueran míos. Lo he intentado, pero es más fuerte que yo.
Miguel se quedó callado mucho tiempo. Finalmente dijo:
—Quizá esto no sea justo para nadie.
A partir de ese día, todo cambió entre nosotros. Empezamos a distanciarnos. Las discusiones se hicieron más frecuentes y las noches más frías. Yo empecé a buscar excusas para llegar tarde del trabajo o quedarme más tiempo fuera de casa. Me refugié en mi amiga Marta, quien me escuchaba sin juzgarme:
—No eres mala persona por sentirte así —me decía—. Pero tampoco puedes vivir así siempre.
Un día recibí un mensaje de Carmen:
“Sé que no es fácil estar en tu lugar. Pero mis hijos solo tienen una madre.”
Sentí rabia e impotencia. ¿Acaso nadie veía mi esfuerzo? ¿Por qué todos esperaban que yo llenara un vacío imposible?
La situación llegó al límite cuando Paula tuvo una crisis de ansiedad antes de un examen importante. Miguel estaba trabajando y fui yo quien la encontró llorando en el baño. Intenté consolarla, pero ella me apartó bruscamente:
—¡Déjame! No eres mi madre, no quiero que me toques.
Me quedé helada. Esa noche le dije a Miguel que no podía más. Que lo amaba, pero que vivir así me estaba destrozando.
Poco después decidimos separarnos. Él volvió a su piso con los niños y yo me quedé sola en nuestro antiguo hogar, rodeada de recuerdos y silencios aún más pesados.
Hoy escribo esto desde la distancia del tiempo y el dolor. Sigo preguntándome si podría haber hecho algo diferente; si el amor realmente puede con todo o si hay heridas imposibles de cerrar.
¿Es egoísta admitir que no pude quererlos? ¿Cuántas familias viven atrapadas en este mismo silencio? ¿Alguien más se ha sentido tan sola intentando pertenecer donde nunca fue bienvenida?