«No quiero ser madre»: El grito de mi hija que rompió mi mundo
—¡No quiero ser madre! ¡Quiero salir, quiero vivir, quiero ser como las demás! —gritó Lucía, mi hija, con los ojos enrojecidos y la voz rota, mientras yo me aferraba al borde de la mesa de la cocina, intentando no venirme abajo. El reloj marcaba las once y media de la noche, y en nuestra casa de Vallecas solo se oía el eco de su desesperación.
No supe qué decir. Mi niña, la que hace solo unos meses aún me pedía permiso para ir a dormir a casa de su amiga Marta, ahora estaba embarazada. Y yo, que siempre pensé que sabría reaccionar ante cualquier cosa, me sentía más perdida que nunca.
—Lucía, por favor, siéntate —le pedí, intentando que mi voz sonara firme. Ella negó con la cabeza, cruzó los brazos y se apoyó en la pared, como si quisiera fundirse con ella y desaparecer.
—¿Por qué me ha pasado esto a mí? —sollozó—. No quiero ser como tú, mamá. No quiero renunciar a todo.
Sus palabras me atravesaron como cuchillos. Yo también fui madre joven, a los veinte, y aunque nunca me arrepentí de tenerla, sí sentí que el mundo me miraba distinto, que mis amigas se alejaban, que mi vida se llenaba de responsabilidades antes de tiempo. ¿Era eso lo que ella veía en mí? ¿Un ejemplo de renuncia?
Mi marido, Antonio, entró en la cocina en ese momento. Su rostro, siempre sereno, estaba desencajado. Había escuchado la discusión desde el pasillo.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó, aunque ya lo sabía. Lucía le lanzó una mirada de reproche y salió corriendo hacia su habitación, cerrando la puerta de un portazo que retumbó en toda la casa.
Me senté, derrotada. Antonio se acercó y me abrazó. No hablamos. No hacía falta. Los dos sabíamos que nuestra familia estaba a punto de romperse.
Esa noche no dormí. Escuchaba los pasos de Lucía en su habitación, su llanto ahogado. Recordé cuando era pequeña y venía a mi cama después de una pesadilla. Ahora, la pesadilla era real y no sabía cómo protegerla.
Al día siguiente, la noticia ya había corrido por el instituto. Marta me llamó preocupada: «Señora Carmen, Lucía no quiere hablar con nadie. Está muy mal». Me sentí impotente. ¿Cómo ayudar a mi hija si ni siquiera quería mirarme a la cara?
En el trabajo, no podía concentrarme. Mis compañeras, al enterarse, cuchicheaban a mis espaldas. «Otra niña embarazada…», «Eso pasa por no estar encima de ellos». Sentí vergüenza y rabia. ¿Por qué siempre se culpa a la madre?
Esa tarde, intenté hablar con Lucía. Me senté en su cama, entre pósters de Rosalía y fotos con sus amigas en la playa.
—Lucía, cariño, sé que tienes miedo. Yo también lo tuve. Pero no estás sola. Podemos buscar ayuda, hablar con alguien, pensar en todas las opciones.
Ella me miró con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Y si no quiero tenerlo? ¿Y si quiero seguir estudiando, salir con mis amigas, ir a la universidad?
Sentí un nudo en la garganta. Sabía que en España, aunque la ley permite decidir, la presión social, la familia, los amigos… todo pesa. Y en nuestro barrio, aún más.
—Lo que decidas, estaré contigo —le susurré, aunque por dentro me moría de miedo.
Pasaron los días. Antonio y yo discutíamos cada noche. Él quería que Lucía tuviera al bebé. «Es una vida, Carmen. No podemos obligarla a hacer algo de lo que luego se arrepienta». Yo solo quería que mi hija fuera feliz, que no repitiera mis errores, pero tampoco quería que sufriera el peso de una decisión precipitada.
Una tarde, Lucía llegó a casa con su amiga Marta. Se encerraron en su cuarto y, al rato, salieron juntas.
—Mamá, quiero ir a hablar con una psicóloga. Marta me ha dado el teléfono de una que ayuda a chicas como yo.
Sentí alivio. Al menos, quería buscar ayuda. La acompañé a la consulta. Allí, Lucía pudo hablar sin miedo, sin juicios. Yo escuché desde fuera, con el corazón encogido.
Las semanas pasaron. Lucía empezó a sonreír de nuevo, aunque la sombra de la decisión seguía ahí. Un día, durante la cena, nos miró a Antonio y a mí.
—He decidido que no quiero tenerlo. No estoy preparada. Quiero estudiar, quiero viajar, quiero vivir mi vida.
Antonio se levantó de la mesa, furioso. «¡Eso no es lo que se hace en esta familia!», gritó. Lucía temblaba. Yo me acerqué y la abracé. «Es tu vida, hija. Nadie puede decidir por ti».
Esa noche, Antonio durmió en el sofá. La tensión era insoportable. Mi madre, que vivía en el piso de arriba, bajó al día siguiente. «En mis tiempos, esto era impensable», murmuró. Pero luego miró a Lucía y le acarició el pelo. «Haz lo que tengas que hacer, pero no te olvides de quién eres».
El día de la intervención, acompañé a Lucía al hospital. No hablamos mucho. Solo le apreté la mano. Cuando salió, la abracé fuerte. Lloramos juntas. No era alegría ni tristeza, era alivio y dolor mezclados.
En casa, las cosas tardaron en volver a la normalidad. Antonio y yo discutimos mucho. Él se sentía traicionado, yo solo quería paz para mi hija. Lucía volvió poco a poco a ser la de antes, aunque más madura, más fuerte.
Hoy, meses después, miro a Lucía y veo a una joven valiente. Nuestra familia no es perfecta, pero hemos aprendido a escucharnos, a respetar las decisiones del otro. A veces me pregunto si hice lo correcto, si debí insistir más, si debí protegerla de otra manera.
Pero cuando la veo reír con sus amigas, cuando la escucho hablar de sus sueños, sé que, aunque el dolor no se olvida, la esperanza siempre encuentra su lugar.
¿Hasta dónde debe llegar el amor de una madre? ¿Somos capaces de dejar que nuestros hijos tomen sus propias decisiones, aunque nos rompan el corazón?