No soy la sombra de nadie: La historia de Carmen, la mujer que decidió no desaparecer
—¡Carmen, por favor, recoge los platos antes de que lleguen los niños!—. La voz de Manuel retumba en la cocina mientras yo intento terminar mi café, el único momento de paz que me queda los sábados por la mañana. Miro el reloj: quedan diez minutos para que Lucía, su hija, llegue con los niños. Mi estómago se encoge.
No siempre fue así. Cuando conocí a Manuel, me enamoré de su calma, de su manera de escucharme, de cómo me hacía sentir vista. Pero desde que nos casamos y Lucía decidió que nuestra casa era el parque de atracciones de sus hijos, siento que me he ido borrando poco a poco. Al principio, me esforzaba: preparaba bizcochos, inventaba juegos, intentaba ser esa madrastra moderna y comprensiva que todo el mundo espera. Pero nadie me preguntó nunca si yo quería ese papel.
—¡Abuela Carmen!— grita Marcos nada más entrar, aunque yo no soy su abuela y nunca lo seré. Detrás viene Lucía, con esa sonrisa tensa que nunca termina de llegar a los ojos.
—Hola, Carmen. ¿Te importa si dejo a los niños aquí mientras bajo a hacer unas compras?— pregunta sin esperar respuesta. Ya está dejando las mochilas en el pasillo.
Manuel aparece, se agacha para abrazar a sus nietos y me lanza una mirada como diciendo «sé comprensiva». Pero yo solo siento un nudo en la garganta. ¿Por qué nadie pregunta cómo estoy? ¿Por qué tengo que ser siempre la anfitriona perfecta?
La mañana transcurre entre peleas por los juguetes, manchas de zumo en el sofá y gritos que rebotan en las paredes. Yo recojo, limpio, sonrío por fuera y me marchito por dentro. Cuando Lucía regresa, ni siquiera me da las gracias. Se lleva a los niños y me deja la casa como un campo de batalla.
Esa noche, mientras Manuel ve el fútbol en el salón, yo me encierro en el baño y lloro en silencio. Me miro al espejo y no reconozco a la mujer que veo: ojeras profundas, el pelo recogido sin ganas, una tristeza antigua en los ojos.
Al día siguiente, durante la comida, reúno valor:
—Manuel, necesito hablar contigo.
Él baja el tenedor y me mira sorprendido.
—No puedo más con esta situación. Siento que he dejado de existir en mi propia casa. Los fines de semana son un suplicio para mí. No quiero ser la niñera de tus nietos ni la criada de tu hija.
Manuel suspira.
—Carmen, son mi familia…
—¿Y yo qué soy?— le corto—. ¿Acaso no merezco un espacio? ¿No tengo derecho a decidir cómo quiero vivir?
Se hace un silencio incómodo. Por primera vez veo duda en sus ojos.
Esa noche no duermo. Pienso en mi madre, en cómo siempre se sacrificó por todos y acabó siendo invisible para sí misma. Me prometí no repetir su historia, pero aquí estoy: repitiéndola al pie de la letra.
El lunes decido ir a ver a mi amiga Pilar. En su pequeño piso del centro me siento escuchada por primera vez en meses.
—Carmen, tienes que poner límites— me dice—. No eres egoísta por querer tu espacio.
Sus palabras resuenan en mi cabeza toda la semana. El sábado siguiente, cuando Lucía llama para decir que viene con los niños, respiro hondo y contesto:
—Lucía, este fin de semana no puedo hacerme cargo de los niños. Necesito descansar.
Silencio al otro lado del teléfono.
—Bueno… vale… — responde finalmente, molesta.
Manuel me mira sorprendido cuando le cuento lo que he hecho.
—¿Por qué has hecho eso?
—Porque lo necesito. Porque si sigo así voy a desaparecer del todo.
Durante semanas hay tensión en casa. Manuel está distante; Lucía apenas me saluda cuando nos cruzamos en el portal. Pero yo empiezo a sentirme más ligera. Vuelvo a leer novelas por las tardes, salgo a caminar sola por el Retiro, recupero mi risa.
Un día Manuel se sienta conmigo en la terraza.
—He estado pensando… Quizá tienes razón. No he sido justo contigo. Solo quería mantener a la familia unida… pero no a costa de tu felicidad.
Le tomo la mano y lloro otra vez, pero esta vez de alivio.
Ahora los fines de semana son diferentes: algunos vienen los niños, pero otros los paso sola o con amigas. He aprendido a decir «no» sin sentirme culpable. Y aunque sé que nunca seré la protagonista de esta familia ensamblada, al menos ya no soy solo el fondo borroso de una foto ajena.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres como yo viven calladas para no molestar? ¿Cuántas veces hemos dejado que nos borren poco a poco? ¿No merecemos todas ser vistas y escuchadas alguna vez?