Nunca es tarde para amar: La historia de Tomás y el reloj de la estación
—¿De verdad vas a quedarte solo toda la vida, Tomás? —La voz de mi hermana Carmen retumbó en la cocina, mientras removía el café con una energía que sólo ella podía imprimirle a un gesto tan cotidiano.
No respondí. Miré por la ventana, hacia el patio interior de nuestro edificio en Chamberí, donde los geranios de la vecina seguían resistiendo el calor de junio. Tenía 59 años y nunca me había casado. Ni hijos, ni hipoteca, ni perro. Sólo una colección de vinilos, libros apilados en el salón y las mismas bromas de siempre con mis amigos del instituto: Paco, Luis y Manolo. Ellos sí se casaron, tuvieron hijos, divorcios, nietos… Yo seguía siendo el raro.
—No es tan grave —le dije a Carmen—. Hay gente que está peor.
Ella bufó. —No es cuestión de estar peor o mejor. Es cuestión de no morirse solo.
Me reí, pero por dentro sentí un pellizco. ¿Y si tenía razón? ¿Y si mi vida era sólo una sucesión de rutinas para evitar enfrentarme al vacío?
Todo cambió hace seis meses. Fue un martes cualquiera, uno de esos días en los que Madrid parece una ciudad inventada: nubes bajas, gente corriendo por Atocha y yo, como siempre, llegando tarde a una reunión absurda. El reloj de la estación marcaba las 8:47 cuando la vi. Natalia. Pelo corto, gafas rojas, un libro de poesía bajo el brazo y una sonrisa que parecía desafiar la prisa del mundo.
—¿Sabes si este tren va a Alcalá? —me preguntó.
Me quedé mudo un segundo. —Sí… bueno, creo que sí. Yo también voy para allá.
Nos sentamos juntos. Hablamos del libro que leía —Antonio Machado— y del café malo de las máquinas expendedoras. Me contó que era profesora de literatura en un instituto público y que había enviudado hacía tres años. Yo le confesé que nunca me había casado.
—¿Nunca? —me miró con una mezcla de sorpresa y ternura—. Qué valiente.
—O cobarde —repliqué.
Nos reímos. El tren llegó a Alcalá y nos despedimos con un apretón de manos torpe, como si ambos supiéramos que aquello no era un adiós definitivo.
Durante semanas, busqué excusas para volver a coincidir con ella en la estación. A veces ni siquiera tenía que ir a Alcalá, pero allí estaba yo, esperando verla entre la multitud. Cuando por fin la encontré otra vez, me atreví a invitarla a tomar algo.
—¿Te apetece un café? Pero uno bueno, no de máquina —le propuse.
Aceptó. Y así empezó todo.
Al principio fue fácil: paseos por El Retiro, cenas improvisadas en su casa (ella cocinaba fatal, pero yo peor), tardes enteras hablando de libros y películas antiguas. Pero pronto llegaron los miedos. Los míos y los suyos.
Una noche, después de ver una película francesa que no entendimos ninguno de los dos, Natalia me miró seria:
—¿Tú crees que esto tiene sentido? Quiero decir… ¿no somos demasiado mayores para empezar algo así?
Me quedé callado. Pensé en mi madre, que siempre decía que el amor era cosa de jóvenes; en mis amigos, que bromeaban con que yo acabaría en una residencia jugando al dominó; en Carmen, que insistía en que ya era tarde para todo.
—No lo sé —le respondí—. Pero prefiero intentarlo a quedarme con la duda.
A partir de ahí todo se complicó. Mis amigos empezaron a hacer preguntas incómodas:
—¿De verdad te vas a meter en líos ahora? —decía Paco—. Con lo tranquilo que estabas…
Mi hermana Carmen fue más directa:
—¿Y si te hace daño? ¿Y si te deja solo otra vez?
Incluso Natalia tenía sus dudas:
—No quiero ser tu experimento tardío —me dijo una tarde—. No quiero sentirme como un capricho pasajero.
Discutimos. Gritamos. Lloramos. Pero también aprendimos a escucharnos. Descubrí que el miedo al compromiso no desaparece con los años; sólo cambia de forma. Ya no temía perder mi libertad, sino perder la oportunidad de ser feliz.
Un domingo por la mañana, mientras desayunábamos en su terraza con vistas al Manzanares, Natalia me tomó la mano:
—¿Te das cuenta de lo valiente que estamos siendo?
Sonreí. Por primera vez en mucho tiempo sentí que mi vida tenía sentido más allá de mis rutinas y mis miedos.
Hoy, seis meses después, sigo sin estar casado ni tener hijos biológicos. Pero tengo a Natalia, tengo nuevas historias y tengo ganas de vivir lo que venga. Quizá nunca sea padre ni abuelo; quizá nunca tenga una foto familiar colgada en el salón como las de mis amigos. Pero tengo amor.
A veces me pregunto: ¿Cuántas vidas dejamos pasar por miedo al qué dirán? ¿Cuántas oportunidades perdemos por creer que ya es tarde?
¿Y vosotros? ¿Os atreveríais a empezar de nuevo cuando todos piensan que ya es demasiado tarde?