Ocho años casada: No soy la criada de mi propia familia

—¿De verdad te parece normal que llegue a casa y la cena no esté lista? —La voz de Luis retumbó en el pasillo, mientras yo me quitaba el abrigo con las manos aún frías del supermercado.

No contesté. Me limité a dejar las bolsas en la encimera, sintiendo cómo el cansancio me subía por las piernas. Había salido del trabajo una hora más tarde porque mi jefa, Mercedes, necesitaba que revisara unos informes. Después, recogí a los niños del colegio y pasé por el mercado para comprar pescado fresco, porque a Luis le gusta el bacalao los jueves. Todo eso mientras respondía mensajes del grupo de madres del colegio y pensaba en la lavadora que había dejado puesta por la mañana.

—¿Carmen? ¿Me estás escuchando? —insistió Luis, ya en la cocina.

—Sí, te escucho —respondí, sin mirarle a los ojos. Sentí una punzada de rabia mezclada con tristeza. Ocho años casada y aún esperaba que yo fuera la criada perfecta, la madre abnegada, la esposa sonriente. ¿Y yo? ¿Dónde quedaba yo?

Los niños entraron corriendo, peleándose por el mando de la tele. Marta, mi hija mayor, me miró con esos ojos grandes y oscuros que heredó de mi madre.

—Mamá, ¿puedo ir mañana a casa de Lucía? —preguntó, ajena a la tensión.

—Claro, cariño —le respondí, forzando una sonrisa.

Luis bufó y se fue al salón. Oí cómo encendía el televisor y subía el volumen para ver el partido del Atlético. Yo me quedé sola en la cocina, rodeada de bolsas y del eco de su reproche. Me senté un momento y apoyé la cabeza en las manos. ¿Era esto lo que quería para mi vida?

Recordé cuando era niña y mi abuela Rosario me contaba historias de mujeres fuertes: su madre, que sacó adelante a seis hijos en plena posguerra; su hermana, que emigró a Alemania para enviar dinero a casa. Siempre pensé que yo también sería fuerte, pero ahora me sentía invisible.

Esa noche, mientras cenábamos en silencio, Luis apenas levantó la vista del móvil. Los niños hablaban entre ellos y yo recogía platos casi sin darme cuenta. Cuando terminé de fregar, me senté en el sofá y encendí el portátil. Tenía un correo de Mercedes: «Carmen, ¿puedes preparar la presentación para mañana? Confío en ti». Al menos en el trabajo sentía que valía para algo.

Luis se levantó y me miró con fastidio:

—¿Otra vez con el ordenador? ¿No puedes dejarlo y venirte conmigo un rato? Siempre estás ocupada.

Me mordí el labio para no gritarle. ¿Ocupada? ¿Acaso él no veía todo lo que hacía cada día? ¿No se daba cuenta de que si yo paraba, todo se venía abajo?

Esa noche apenas dormí. Di vueltas en la cama pensando en mi madre, en cómo siempre me decía: «Carmen, no te olvides de ti misma». Pero yo sí me había olvidado. Me había perdido entre lavadoras, deberes y cenas improvisadas.

A la mañana siguiente, mientras preparaba los desayunos, Marta me preguntó:

—Mamá, ¿tú eres feliz?

Me quedé helada. No supe qué contestar. ¿Era feliz? No lo sabía. Solo sabía que estaba cansada.

En el trabajo, Mercedes me llamó a su despacho.

—Carmen, eres imprescindible aquí. ¿Te has planteado pedir ese ascenso? —me preguntó con una sonrisa.

Por primera vez en mucho tiempo sentí una chispa de ilusión. ¿Y si daba un paso adelante? ¿Y si dejaba de ser solo «la mujer de Luis» o «la madre de Marta y Pablo»?

Esa tarde llegué a casa decidida a hablar con Luis. Los niños estaban haciendo los deberes y él veía las noticias.

—Luis, necesito hablar contigo —dije con voz firme.

Él me miró sorprendido.

—¿Qué pasa ahora?

—Estoy cansada —le dije—. Cansada de ser invisible en mi propia casa. Trabajo fuera, cuido de los niños, llevo la casa… y parece que nada es suficiente. Quiero que las cosas cambien.

Luis frunció el ceño.

—¿Ahora te ha dado por ahí? Todas las mujeres hacen lo mismo.

Sentí cómo se me encendía la sangre.

—No todas las mujeres lo aceptan sin más —le respondí—. Y yo tampoco voy a hacerlo más. Quiero que repartamos las tareas. Quiero tiempo para mí. Y voy a pedir un ascenso en el trabajo.

Luis se quedó callado un momento. Luego se levantó y salió al balcón sin decir nada.

Esa noche dormí poco otra vez, pero esta vez era diferente. Sentía miedo, sí, pero también una extraña sensación de libertad.

Los días siguientes fueron tensos. Luis estaba distante y los niños notaban el ambiente raro. Pero poco a poco empecé a delegar tareas: Pablo puso la mesa, Marta ayudó con la ropa y Luis tuvo que aprender a hacer la compra solo un sábado por la mañana.

Un domingo por la tarde, mientras tomábamos café en la terraza, Luis me miró serio:

—No sabía que te sentías así —admitió—. Pensé que todo iba bien.

—Porque nunca preguntaste —le respondí suavemente.

Se hizo un silencio incómodo, pero por primera vez sentí que me escuchaba de verdad.

Hoy han pasado tres meses desde aquella conversación. No todo es perfecto: discutimos más, pero también hablamos más. He conseguido el ascenso en el trabajo y he empezado a ir a clases de yoga los miércoles por la tarde. A veces me siento culpable por pensar en mí misma antes que en los demás, pero luego recuerdo las palabras de mi abuela: «Una mujer fuerte nunca es invisible».

¿Y vosotros? ¿Cuántas veces os habéis sentido invisibles en vuestra propia casa? ¿Cuándo fue la última vez que pensasteis solo en vosotros mismos?