“Por fin, mi vida”: La decisión de Carmen a los 60 años
—¿De verdad lo has hecho, mamá? —La voz de Lucía, mi hija mayor, tiembla entre la incredulidad y el miedo.
Asiento. No puedo mirarla a los ojos. El café humea entre mis manos temblorosas. En la cocina, la luz de la tarde se cuela por las cortinas de encaje que yo misma cosí hace años. Siento el peso de cada uno de esos años en mis hombros, como si fueran piedras mojadas.
—Sí, Lucía. He iniciado el divorcio. Ya no puedo más.
Ella deja caer la cuchara sobre el plato con un golpe seco. El sonido resuena en la casa vacía. Me mira como si no me reconociera.
—¿Pero por qué ahora? ¿Después de tanto tiempo?
Respiro hondo. ¿Por dónde empiezo? ¿Por las noches en las que Antonio llegaba tarde y yo fingía dormir para no discutir? ¿Por las veces que cociné su plato favorito y él ni siquiera dio las gracias? ¿Por los domingos en los que él veía el fútbol mientras yo limpiaba la casa entera?
—Estoy cansada, hija. Muy cansada. Tu padre nunca ha cambiado. Nunca ha puesto una lavadora, ni ha hecho la compra, ni ha recogido su plato de la mesa. Antes no me importaba tanto porque yo no trabajaba fuera y me dedicaba a vosotras y a la casa. Pero ahora… ahora me pesa todo. Me pesa la soledad de estar acompañada por alguien que no me ve.
Lucía baja la mirada. Sé que está pensando en sus propios problemas con Pablo, su marido. Sé que teme que esto sea contagioso, como una gripe emocional.
—¿Y qué vas a hacer ahora? —pregunta al fin, con voz baja.
—Vivir —respondo sin dudarlo—. Quiero vivir mi vida. Quiero levantarme un día y no tener que pensar en si hay pan para el desayuno de otro. Quiero leer un libro entero sin sentirme culpable por no estar planchando camisas.
El silencio se instala entre nosotras como un invitado incómodo. Oigo a los vecinos discutir en el piso de arriba; una pareja joven, siempre gritando por tonterías. Me pregunto si acabarán como Antonio y yo: dos extraños bajo el mismo techo.
Recuerdo la primera vez que vi a Antonio. Era guapo, divertido, y me hacía reír. Me prometió una vida tranquila, una familia feliz. Y durante un tiempo lo fuimos. Pero luego llegaron las rutinas, los niños, el trabajo… y él dejó de esforzarse. Yo también, supongo. Nos acomodamos en una inercia silenciosa.
—¿Se lo has dicho ya a papá? —Lucía me saca de mis pensamientos.
—Sí. No dijo nada al principio. Luego preguntó si había otra persona. Como si sólo pudiera dejarle por otro hombre y no por mí misma.
Lucía sonríe triste.
—¿Y hay alguien?
—No —respondo rotunda—. Sólo estoy yo. Y eso es lo que quiero descubrir: quién soy yo sin él.
Me levanto para recoger las tazas del café y, por costumbre, empiezo a fregar los platos. Lucía se acerca y me detiene con suavidad.
—Déjalo, mamá. Hoy friego yo.
Me siento de nuevo y la observo mientras limpia en silencio. Me doy cuenta de que nunca le enseñé a exigir ayuda en casa, sólo a darla sin pedir nada a cambio. Me siento culpable por ello.
Esa noche duermo sola en mi cama por primera vez en cuarenta años. El silencio es abrumador al principio, pero poco a poco se convierte en un refugio. Miro el techo y pienso en todas las cosas que quiero hacer: viajar a Granada para ver la Alhambra iluminada al atardecer; apuntarme a clases de pintura; invitar a mis amigas del barrio a merendar sin preocuparme de si hay suficiente comida para Antonio.
Al día siguiente, mi hijo menor, Sergio, viene a verme. Entra sin llamar y me encuentra sentada en el sofá con una manta sobre las piernas.
—¿Qué ha pasado aquí? —pregunta mirando las maletas junto a la puerta.
Le explico todo mientras él pasea nervioso por el salón.
—Mamá, ¿no crees que es una locura? ¿A tu edad?
Le miro fijamente.
—¿Y cuándo es buena edad para empezar a vivir? ¿A los veinte? ¿A los treinta? Yo he esperado demasiado tiempo.
Sergio suspira y se sienta a mi lado.
—Papá está destrozado —dice al fin—. No entiende nada.
—Nunca quiso entender —respondo con amargura—. Siempre creyó que todo estaba bien porque yo nunca me quejé lo suficiente.
Sergio baja la cabeza y se queda callado. Le acaricio el pelo como cuando era niño y le susurro:
—No quiero que odiéis a vuestro padre. Sólo quiero ser libre.
Las semanas pasan y la noticia corre como la pólvora por el barrio. Las vecinas me miran con una mezcla de admiración y escándalo cuando voy al mercado sola. Una mañana, Rosario, mi amiga del alma desde la infancia, me para en la frutería.
—Carmen, eres valiente —me dice en voz baja—. Yo nunca me atrevería.
Le sonrío y le aprieto la mano.
—No es valentía, Rosario. Es necesidad.
En casa, empiezo a descubrir pequeños placeres: desayunar en silencio mirando por la ventana; poner música alta mientras limpio; dormir hasta tarde los domingos sin sentirme culpable. Pero también hay momentos duros: noches en las que echo de menos la rutina de escuchar los ronquidos de Antonio; tardes en las que me siento invisible para mis propios hijos; días en los que dudo si he hecho lo correcto.
Un día recibo una carta de Antonio. No hay reproches ni súplicas, sólo una pregunta: “¿De verdad eres feliz?”
Me quedo mirando esa frase mucho tiempo antes de responderle:
“No lo sé todavía. Pero por primera vez en mi vida siento que tengo derecho a intentarlo.”
Ahora os pregunto: ¿Cuántas mujeres conocéis que han renunciado a sí mismas por miedo o costumbre? ¿No merecemos todas una segunda oportunidad para descubrir quiénes somos realmente?