Por fin solté la mano de mi hijo: una decisión que nadie entendió

—¡Lucas, no puedes irte así! —grité desde la puerta, con la voz quebrada y las manos temblorosas. Él ya tenía la mochila colgada al hombro y los ojos llenos de una determinación que nunca le había visto antes. Mi madre, sentada en la mesa del comedor, ni siquiera levantó la vista del periódico.

—Déjale, Carmen. Ya es hora de que aprenda —dijo con ese tono seco que siempre usaba cuando quería que yo me sintiera pequeña.

Pero ¿cómo dejarle ir? ¿Cómo soltar la mano de mi hijo cuando durante diecisiete años había sido mi razón de vivir, mi refugio y mi excusa para no enfrentarme al mundo?

Recuerdo perfectamente el día en que todo empezó a torcerse. Era junio de 2007 y acababa de terminar la carrera de Magisterio en la Universidad Complutense. Mi novio, Andrés, también acababa de graduarse en Derecho. Teníamos sueños, ilusiones, planes para mudarnos juntos a un piso pequeño en Lavapiés y buscar trabajo. Pero España estaba sumida en una crisis brutal y las ofertas de empleo eran poco más que humo.

Mis padres, siempre tan prácticos, me dijeron: “Vente a casa, Carmen. Aquí no te va a faltar de nada”. Andrés no tuvo esa suerte; su familia era de Zaragoza y él se quedó allí buscando algo que nunca llegó. Yo volví a casa en Alcalá de Henares y, poco después, me enteré de que estaba embarazada.

Mi madre se encargó de todo: me acompañó a las revisiones, preparó la habitación del bebé y hasta eligió el nombre: Lucas. Mi padre apenas hablaba, pero cuando lo hacía era para recordarme que debía estar agradecida por tener un techo y comida caliente.

El tiempo pasó y Lucas creció entre algodones. No le faltó nunca nada, pero tampoco le dejé enfrentarse a nada. Si tenía un problema en el colegio, yo iba a hablar con la profesora. Si se peleaba con algún amigo, yo llamaba a la madre del otro niño para arreglarlo. Si quería irse de campamento, yo encontraba mil excusas para que se quedara en casa.

—Mamá, ¿por qué no puedo ir como los demás? —me preguntaba Lucas con esos ojos grandes y tristes.

—Porque te pueden hacer daño —le respondía yo, convencida de que le protegía del mundo cuando en realidad le estaba robando la oportunidad de vivirlo.

Los años pasaron y Lucas se convirtió en un adolescente apático, pegado a la consola y sin apenas amigos. Mi madre empezó a criticarme abiertamente:

—Le tienes demasiado mimado. Así no va a saber valerse por sí mismo nunca.

Yo me defendía como podía:

—¿Y qué quieres que haga? ¿Que le deje solo como tú me dejaste a mí?

Aquella frase fue como una bofetada. Mi madre se levantó de la mesa y se encerró en su habitación sin decir palabra. Aquella noche lloré en silencio, preguntándome si estaba repitiendo los mismos errores que tanto había criticado.

El punto de inflexión llegó el día que Lucas suspendió todas las asignaturas del instituto. El tutor me llamó para decirme que el chico no participaba en clase, que parecía ausente y desmotivado.

—Carmen, tu hijo necesita espacio para equivocarse —me dijo el tutor con una paciencia infinita—. Si no le dejas fallar ahora, lo hará más tarde y será peor.

Esa noche hablé con Lucas:

—¿Qué te pasa? ¿Por qué no estudias?

Él bajó la mirada y murmuró:

—No sé hacer nada solo, mamá. Siempre estás tú para todo.

Sentí un nudo en el estómago. ¿Era eso lo que había conseguido? ¿Un hijo incapaz de enfrentarse al mundo porque yo le había robado la oportunidad?

Las semanas siguientes fueron un infierno. Mi madre insistía en que debía poner límites; mi padre seguía ausente; Lucas cada vez salía menos de su cuarto. Yo me debatía entre el miedo y la culpa.

Un día, mientras preparaba la cena, escuché a Lucas hablando por teléfono con su amigo Sergio:

—Tío, mi madre no me deja ni ir al cine solo…

Me senté en el suelo de la cocina y lloré como hacía años que no lloraba. Me di cuenta de que tenía que cambiar algo antes de perderle para siempre.

Así llegamos al día de hoy, con Lucas plantado en la puerta dispuesto a irse una semana a un campamento en Asturias con sus amigos del instituto. Yo quería gritarle que no fuera, que podía pasarle algo, que el mundo era peligroso… pero me mordí los labios hasta hacerme daño.

—Mamá —me dijo Lucas con voz temblorosa—, necesito hacerlo solo. Por favor.

Le miré a los ojos y vi al niño asustado que había criado… pero también al joven que quería ser libre.

—Está bien —susurré al fin—. Pero llámame cuando llegues.

Lucas sonrió por primera vez en mucho tiempo y salió por la puerta sin mirar atrás. Me quedé sola en el pasillo, sintiendo un vacío inmenso pero también una extraña sensación de alivio.

Mi madre apareció detrás de mí y puso una mano en mi hombro:

—Has hecho lo correcto, Carmen. Ahora le toca a él aprender.

No sé si hice bien o mal. No sé si algún día Lucas me lo agradecerá o me lo reprochará. Solo sé que hoy he dado el paso más difícil de mi vida: dejarle crecer.

¿Vosotros habríais sido capaces? ¿Dónde está el límite entre proteger y asfixiar a quienes más queremos?