¿Por qué ahora? El eco de una cuna vacía en Madrid

—¿Otra vez llegas tarde, Lucía? —mi voz tembló más de lo que quise admitir, mientras sostenía a la pequeña Martina en brazos, su carita dormida, ajena al bullicio de la ciudad que se colaba por la ventana del piso en Chamberí.

Lucía ni siquiera me miró. Dejó el bolso sobre la mesa y suspiró, agotada. —Mamá, no empieces. Ha sido un día horrible en el despacho. Sergio está igual, no sé si llegará antes de medianoche.

La niñera, Pilar, recogía los juguetes del suelo con una eficiencia casi militar. Yo, sentada en el sofá, sentía cómo la rabia y la tristeza me apretaban el pecho. ¿Para esto habían traído una hija al mundo? ¿Para verla solo dormida, para delegar cada sonrisa y cada llanto?

Recuerdo cuando Lucía era pequeña. Yo dejé mi trabajo en la biblioteca municipal para criarla. No fue fácil, pero cada tarde de parque, cada cuento antes de dormir, me parecía un regalo. Ahora, mi hija corre tras ascensos y reuniones interminables, y yo apenas reconozco a esa mujer que cruza la puerta con ojeras y el móvil pegado a la oreja.

—Mamá, no puedo con tus reproches —me dijo una noche, después de que Pilar se marchara—. No sabes lo difícil que es todo esto. ¿Por qué no puedes alegrarte por nosotras?

—¿Alegrarme? —le respondí, conteniendo las lágrimas—. Si apenas tienes tiempo para tu hija. ¿No te das cuenta de que te estás perdiendo lo más importante?

Lucía me miró con una mezcla de cansancio y rabia. —No todas podemos permitirnos dejarlo todo como tú hiciste. Los tiempos han cambiado.

Y sí, los tiempos han cambiado. Pero yo sigo aquí, viendo cómo Martina aprende a caminar de la mano de Pilar, cómo dice sus primeras palabras cuando Lucía no está. Me duele en el alma ver a mi nieta buscar a su madre entre desconocidos.

Un domingo, intenté organizar una comida familiar. Preparé cocido como le gustaba a Lucía de niña. Sergio llegó tarde, hablando por teléfono sobre una fusión bancaria; Lucía revisaba informes en el portátil mientras Martina jugaba sola en el salón.

—¿Por qué no apagas el ordenador un rato? —le pedí suavemente.

—Mamá, tengo una presentación mañana. No puedo —me contestó sin levantar la vista.

Martina se acercó a mí con un dibujo: tres figuras cogidas de la mano bajo un sol amarillo. Me lo entregó con una sonrisa tímida.

—¿Quiénes son estos? —le pregunté.

—La abuela, la niñera y yo —respondió con naturalidad.

Sentí un nudo en la garganta. ¿Dónde estaban sus padres en ese dibujo? ¿En qué momento se habían convertido en sombras para su propia hija?

Esa noche, después de que todos se fueran a dormir, me quedé sola en el salón. Miré las fotos antiguas: Lucía en su primer día de colegio, Lucía disfrazada de princesa en Carnaval… ¿En qué momento dejamos de priorizar lo esencial?

Un día cualquiera, Pilar me confesó: —Martina pregunta mucho por su madre. A veces llora cuando ve que no llega antes de dormir.

No supe qué decirle. Me sentí impotente y furiosa a la vez. ¿De qué sirve tanto éxito profesional si tu hija aprende a decir «mamá» mirando a otra mujer?

Intenté hablarlo con Sergio:

—Sergio, ¿no crees que estáis perdiendo algo importante?

Él me miró como si yo fuera un mueble más del salón.—Carmen, estamos haciendo esto por ella. Para que tenga lo mejor.

—¿Y lo mejor es crecer sin vosotros?

No respondió. Se marchó al despacho y cerró la puerta tras de sí.

Las semanas pasaron entre rutinas y silencios incómodos. Un día, Martina tuvo fiebre alta. Pilar estaba ocupada y Lucía no podía salir de una reunión crucial. Fui yo quien pasó la noche en vela junto a su cama, cambiando paños húmedos y susurrándole canciones antiguas.

Al amanecer, Lucía entró corriendo en la habitación, ojerosa y desencajada.

—¿Cómo está? —preguntó con voz rota.

—Mejor. Pero te ha echado mucho de menos —le respondí sin reproche, solo con tristeza.

Lucía se sentó a mi lado y rompió a llorar. Por primera vez en mucho tiempo, vi a mi hija vulnerable, asustada.

—No sé si estoy haciendo lo correcto…

La abracé fuerte. —Nunca es tarde para cambiar las cosas, Lucía.

Ahora escribo estas líneas mientras Martina duerme tranquila y Lucía intenta reorganizar su vida para estar más presente. No sé si lo conseguirá; no sé si Sergio entenderá algún día lo que realmente importa.

Pero sigo aquí, esperando que algún día mi nieta dibuje a sus padres junto a ella bajo ese sol amarillo.

¿De verdad merece la pena sacrificar los abrazos y las risas por un puesto más alto en la oficina? ¿Cuántos recuerdos estamos dispuestos a perder por perseguir éxitos que nunca llenarán el hueco de una cuna vacía?