¿Por qué no tienes dinero para mí?

—¿Por qué no tienes dinero para mí? —me gritó Pablo desde el pasillo, con esa mezcla de rabia y desprecio que sólo un hijo puede dirigir a su madre. Yo estaba sentada en la mesa de la cocina, con las manos temblorosas sobre una factura de la luz que no sabía cómo iba a pagar. El reloj marcaba las once y media de la noche, y la casa olía a humedad y a sopa fría.

No supe qué contestar. Me quedé mirando el papel, deseando que las cifras desaparecieran, que Pablo volviera a ser ese niño que me abrazaba cuando llegaba del colegio. Pero ya no era un niño. Tenía veintitrés años, una carrera a medias y una lista interminable de excusas para no buscar trabajo.

—¿Me oyes, mamá? —insistió, entrando en la cocina—. ¿Por qué siempre tienes excusas? Todos mis amigos reciben ayuda de sus padres. ¿Por qué yo no?

Le miré a los ojos, buscando en su rostro alguna señal de ternura, de comprensión. Pero sólo vi exigencia y cansancio. Me dolía reconocerlo, pero Pablo se había convertido en un extraño.

—No tengo dinero porque apenas llego a fin de mes, Pablo —le respondí, intentando mantener la calma—. Trabajo doce horas en el supermercado y tu padre lleva meses sin encontrar nada. ¿Qué más quieres que haga?

Él bufó, como si mis palabras fueran una molestia más en su vida cómoda. Se sirvió un vaso de leche y se fue a su habitación, dando un portazo que hizo temblar los cristales.

Me quedé sola en la cocina, escuchando el eco de su reproche. Recordé cuando era pequeño y me pedía monedas para comprar chuches en el kiosco de la esquina. Entonces yo siempre encontraba una manera de decirle sí. Ahora, después de tantos años de sacrificios, sentía que todo lo que había hecho por él no valía nada.

Mi marido, Antonio, apareció poco después. Tenía la cara demacrada y los hombros caídos. Se sentó frente a mí sin decir palabra, como cada noche desde que perdió el trabajo en la fábrica.

—¿Otra vez discutís? —preguntó al fin, con voz apagada.

—No lo entiendes, Antonio. No sé qué hemos hecho mal. Pablo nos culpa por todo…

Antonio suspiró y se frotó la frente.

—Quizá le hemos dado demasiado —dijo—. O quizá no supimos enseñarle a valorar lo que tiene.

Las palabras me dolieron más que cualquier grito. ¿Habíamos fallado como padres? ¿Era culpa nuestra que Pablo fuera incapaz de enfrentarse al mundo?

Las semanas siguientes fueron una sucesión de silencios incómodos y reproches velados. Pablo apenas salía de su habitación; sólo bajaba para comer o pedir dinero para salir con sus amigos. Yo sentía cómo mi paciencia se agotaba día tras día.

Un sábado por la tarde, mientras doblaba ropa en el salón, escuché a Pablo hablando por teléfono:

—Tío, mi madre es una rata. No me da ni para salir… Sí, claro que podría buscar curro, pero paso…

Sentí una punzada en el pecho. ¿Eso pensaba de mí? ¿Eso decía a sus amigos? Me acerqué a su puerta y llamé suavemente.

—Pablo, ¿puedo hablar contigo?

Él abrió la puerta con desgana.

—¿Qué quieres ahora?

—Quiero entenderte —le dije—. Pero también quiero que entiendas lo que estamos viviendo tu padre y yo. No podemos darte lo que no tenemos.

Se encogió de hombros.

—Pues haberlo pensado antes de tenerme.

Me quedé helada. Cerró la puerta en mi cara y sentí cómo se rompía algo dentro de mí.

Esa noche lloré en silencio junto a Antonio. Él me abrazó torpemente, como si también estuviera perdido.

Los días pasaron y la tensión crecía. Un domingo por la mañana, mientras desayunábamos los tres juntos —algo raro últimamente— Antonio explotó:

—¡Basta ya! —gritó golpeando la mesa—. Aquí todos remamos o esto se hunde. Si quieres dinero, búscate un trabajo como hicimos nosotros.

Pablo le miró desafiante.

—No pienso trabajar por cuatro duros como vosotros. Yo valgo para más.

Antonio se levantó furioso y salió dando un portazo. Yo me quedé mirando a mi hijo, buscando alguna señal de arrepentimiento. Pero sólo vi orgullo y desprecio.

Esa tarde recibí una llamada del banco: nos habían denegado el préstamo para pagar las facturas atrasadas. Sentí que el suelo se abría bajo mis pies.

Esa noche reuní el valor para hablar con Pablo una vez más.

—Hijo —le dije con voz temblorosa—, necesitamos tu ayuda. No podemos seguir así. Si no colaboras, tendremos que vender la casa e irnos a vivir con los abuelos.

Por primera vez vi miedo en sus ojos.

—¿De verdad estamos tan mal?

Asentí en silencio.

Durante unos segundos pareció dudar, pero enseguida volvió su actitud desafiante.

—No es mi problema —dijo antes de encerrarse otra vez en su cuarto.

Esa noche apenas dormí. Pensé en todo lo que habíamos hecho por él: los cumpleaños sin regalos porque no llegábamos a fin de mes, las excursiones escolares pagadas con horas extra… ¿En qué momento se había roto el vínculo entre nosotros?

Al día siguiente recibí una llamada inesperada: mi hermana Carmen me ofrecía trabajo limpiando casas en su barrio. Era humillante aceptar, pero no tenía otra opción.

Cuando se lo conté a Antonio, él bajó la cabeza avergonzado.

—No mereces esto —me dijo—. Pero tampoco podemos seguir así.

Esa tarde encontré a Pablo sentado en el sofá, mirando el móvil con desgana.

—Mamá… —empezó a decir sin mirarme— He pensado en buscar algo para este verano… No prometo nada, pero…

No supe si sentir alivio o tristeza por lo bajo que habíamos caído para llegar hasta ahí.

Ahora escribo estas líneas mientras escucho a Pablo teclear en su portátil buscando ofertas de trabajo mal pagadas y temporales. No sé si esto servirá para cambiarle o si sólo será otro parche más en nuestra familia rota.

A veces me pregunto: ¿En qué momento dejamos de ser una familia unida? ¿Es culpa nuestra o simplemente es así la vida ahora? ¿Qué haríais vosotros si vuestro hijo os preguntara: «¿Por qué no tienes dinero para mí?»?