¿Por qué siempre estás triste, abuela?
—Abuela, ¿por qué siempre estás triste?
La pregunta de Lucía cayó en la cocina como una losa. No lo dijo con reproche ni con curiosidad, sino con esa sinceridad brutal que sólo tienen los niños. Me miraba con sus ojos grandes, la cara manchada de mermelada de fresa y el pelo revuelto, apretando su muñeca contra el pecho. Sentí que el aire se volvía denso, que el reloj de la pared se detenía. No supe qué responderle. Bajé la mirada y fingí buscar algo en el cajón de los cubiertos.
—No estoy triste, cariño —mentí, mientras mis manos temblaban al sacar una cuchara.
Pero Lucía no se dejó engañar. Se acercó y me abrazó por la cintura. Su calor me atravesó la piel y llegó hasta ese rincón frío donde guardo mis recuerdos. ¿Cómo explicarle a una niña de seis años que la tristeza a veces se instala en el alma como la humedad en las paredes viejas del piso?
La casa estaba en silencio. Mi hija Carmen había salido a trabajar temprano, como cada día. Desde que su marido se marchó a Alemania, apenas nos hablamos más allá de lo imprescindible. Compartimos techo y poco más. Ella me culpa, aunque nunca lo diga en voz alta. Yo también me culpo, aunque no sé exactamente de qué.
Lucía se sentó a mi lado en la mesa y empezó a hablarle a su muñeca como si nada hubiera pasado. Yo la observaba y pensaba en Javier, mi hijo mayor. Hace ya diez años que murió en un accidente de tráfico cerca de Salamanca. Desde entonces, la tristeza se instaló en casa como un huésped indeseado que nunca se va.
Recuerdo el día del entierro: la lluvia golpeando los paraguas negros, Carmen llorando en silencio, mi marido Antonio apretándome la mano hasta hacerme daño. Ahora Antonio también se ha ido, pero de otra forma: un infarto fulminante hace tres años. Desde entonces, sólo quedamos las mujeres: Carmen, Lucía y yo.
—Abuela, ¿puedo salir al parque con Marta? —me preguntó Lucía de repente.
—Claro, pero no tardes mucho —le respondí, forzando una sonrisa.
Cuando se fue, el silencio volvió a llenarlo todo. Me levanté despacio y fui al salón. En la estantería seguía la foto de Javier con su uniforme del instituto. Siempre fue el orgullo de la familia: buen estudiante, buen hijo… hasta que una noche no volvió a casa. Carmen nunca me lo perdonó del todo. Dice que fui demasiado dura con él, que le exigí demasiado. Yo sólo quería lo mejor para mis hijos.
El teléfono sonó y me sobresalté. Era Carmen.
—Mamá, ¿puedes recoger a Lucía a las seis? Hoy salgo tarde del hospital.
—Sí, hija —contesté, intentando sonar animada.
—¿Estás bien? —preguntó tras una pausa.
—Sí, claro —mentí otra vez.
Colgamos rápido. Siempre hablamos así: frases cortas, sin entrar en detalles. Antes éramos inseparables. Ahora hay un muro invisible entre nosotras hecho de reproches no dichos y silencios demasiado largos.
Me senté en el sofá y cerré los ojos. Recordé cuando Carmen era pequeña y venía corriendo a enseñarme sus dibujos del colegio. Yo le decía que tenía que esforzarse más, que la vida era dura y nadie le regalaría nada. Quizá fui demasiado exigente… o quizá sólo tenía miedo de que sufriera como yo.
A las seis menos cuarto salí al parque a buscar a Lucía. La encontré jugando en el columpio con Marta y otros niños del barrio. Al verme, corrió hacia mí y me agarró la mano.
—¿Estás mejor, abuela? —me preguntó bajito.
No supe qué decirle. Caminamos juntas hacia casa mientras el sol caía detrás de los edificios grises del barrio.
Por la noche, mientras preparaba la cena, Carmen llegó cansada y con ojeras profundas.
—¿Ha comido bien Lucía? —preguntó sin mirarme.
—Sí, ha merendado fruta y un poco de pan con chocolate —respondí.
Cenamos en silencio. Lucía hablaba sola con sus muñecas; Carmen miraba el móvil; yo pensaba en todo lo que no nos decimos.
Cuando Lucía se fue a dormir, Carmen se quedó recogiendo la cocina conmigo. De repente, dejó caer un vaso al fregadero y se rompió en mil pedazos.
—Lo siento —dijo con voz temblorosa.
Me acerqué para ayudarla a recoger los trozos y nuestras manos se rozaron. Sentí ganas de llorar.
—Carmen…
Ella me miró por primera vez en mucho tiempo.
—Mamá… ¿por qué nunca hablamos de Javier? ¿Por qué nunca hablamos de papá? ¿Por qué parece que todo lo guardamos dentro hasta que nos ahoga?
No supe qué responderle. Me senté en una silla y empecé a llorar sin poder evitarlo. Carmen también lloró. Nos abrazamos por primera vez en años.
—Tengo miedo de olvidarlos —susurró ella.
—Yo también —le respondí entre sollozos.
Esa noche dormí mal pero sentí algo distinto: como si una ventana se hubiera abierto después de años cerrada. Por la mañana, Lucía vino a mi cama y me abrazó fuerte.
—Abuela, hoy pareces menos triste —me dijo sonriendo.
La miré y le devolví la sonrisa por primera vez en mucho tiempo.
Ahora me pregunto: ¿cuántas veces dejamos que el dolor nos separe de quienes más queremos? ¿Cuánto tiempo más vamos a callar lo que nos duele?