¿Por qué siempre tengo que ser yo la que arregle los platos rotos?

—Carmen, ¿puedes hablar un momento? —La voz de Lucía suena temblorosa al otro lado del teléfono. Es domingo por la tarde y yo estaba a punto de sentarme a ver una película, pero su tono me hiela la sangre.

—Dime, hija, ¿qué pasa? —respondo, aunque ya sé por dónde van los tiros. No es la primera vez que me llama así.

—Es Sergio… No sé qué hacer. Llevo semanas pidiéndole que me ayude en casa y nada. Ni recoge su plato, ni pone una lavadora. Yo trabajo igual que él, Carmen. No puedo más…

Cierro los ojos y respiro hondo. Me veo a mí misma hace treinta años, con las manos agrietadas por el detergente y el corazón encogido por la soledad. Mi exmarido, Antonio, era igual. Yo lo permití. Y ahora mi hijo repite el patrón.

—Lucía, te lo advertí muchas veces —digo sin poder evitar que se me escape un tono amargo—. Desde novios le hacías todo. Así se acostumbran…

—Ya lo sé, Carmen —me corta ella, casi llorando—. Pero ahora no sé cómo cambiarlo. Me siento invisible en mi propia casa.

Me quedo callada unos segundos. No quiero ser cruel, pero tampoco puedo mentirle. Recuerdo las veces que vi a Lucía recogerle hasta los calcetines a Sergio cuando venían a comer los domingos. Yo intentaba intervenir:

—Sergio, recoge tu plato —le decía—. Ayuda a Lucía.

Él se encogía de hombros y ella saltaba: “No te preocupes, suegra, ya lo hago yo”.

Ahora me llama desesperada porque Sergio no mueve un dedo.

—¿Has hablado con él? —pregunto finalmente.

—Sí… pero se enfada. Dice que exagero, que él trabaja mucho y que yo soy una maniática del orden. Ayer discutimos fuerte y se fue a dormir al sofá.

Siento un nudo en el estómago. ¿Qué puedo decirle? ¿Que lo deje? ¿Que aguante? ¿Que cambie ella sola una dinámica que lleva años instalada?

—Mira, Lucía —le digo con voz suave—. Yo pasé por lo mismo con Antonio. Aguanté demasiado y al final todo explotó. No quiero eso para ti… pero tampoco puedo solucionarlo por ti.

Ella solloza al otro lado del teléfono. Me duele escucharla así, pero también me duele ver cómo mi hijo se ha convertido en un hombre incapaz de cuidar su propio hogar.

—¿Y si le pido que vayamos a terapia? —pregunta Lucía con voz rota.

—No es mala idea —respondo—. Pero tiene que querer él también. Si no, solo será más motivo de pelea.

Pienso en mi nieta pequeña, Martina, jugando en el salón mientras sus padres discuten en la cocina. ¿Qué aprenderá ella? ¿Que las mujeres deben hacerlo todo? ¿Que los hombres pueden desentenderse?

Recuerdo cuando era niña en mi pueblo de Castilla-La Mancha. Mi madre me decía: “Carmen, tú tienes que servir a tu marido”. Y yo lo creí durante años. Hasta que un día me di cuenta de que estaba sola incluso estando acompañada.

Antonio nunca cambió. Ahora vive con su segunda esposa y, según me cuentan, tampoco ha cambiado con ella. A veces pienso que la culpa fue mía por no plantarme antes.

—Lucía —le digo con firmeza—, tienes derecho a pedir ayuda. No eres una criada. Si Sergio no lo entiende… tendrás que decidir qué quieres hacer.

Ella suspira largo rato.

—¿Y si me separo? ¿Qué dirá la familia? ¿Qué pensará Martina?

Me quedo muda. Sé lo duro que es romper una familia en España, donde todavía pesa tanto el qué dirán. Pero también sé lo que cuesta vivir amargada toda la vida.

—Martina necesita una madre feliz —le digo al fin—. Y tú necesitas respeto.

Colgamos después de un rato más de charla. Me quedo mirando el teléfono en silencio. Siento rabia por mi hijo, tristeza por Lucía y miedo por mi nieta.

Esa noche no puedo dormir. Doy vueltas en la cama pensando en todas las veces que advertí a Lucía: “No le hagas todo, que luego se acostumbra”. Pero también pienso en Sergio: ¿en qué fallé yo como madre? ¿Por qué repite los mismos errores de su padre?

Al día siguiente llamo a Sergio.

—Hijo, ¿puedo hablar contigo?

Él resopla al teléfono.

—Mamá, no empieces…

—Sergio —le corto—, tienes una familia. No puedes dejarle todo a Lucía. No es justo ni para ella ni para Martina.

Se hace un silencio incómodo.

—Siempre estás de parte de ella —dice al fin.

—No estoy de parte de nadie —respondo cansada—. Estoy de parte de lo correcto.

Cuelga enfadado y yo me quedo peor aún. Siento que haga lo que haga está mal: si apoyo a Lucía, Sergio se enfada; si miro para otro lado, perpetúo el problema.

Esa tarde Lucía me manda un mensaje: “Gracias por escucharme”.

Le respondo: “Aquí estoy para lo que necesites”.

Me siento impotente y frustrada. Veo cómo la historia se repite generación tras generación y no sé cómo romper el ciclo.

A veces me pregunto: ¿De verdad podemos cambiar lo aprendido desde pequeños? ¿O estamos condenados a repetir los errores de nuestros padres?