Préstamos sin retorno: Cuando el dinero en familia lo cambia todo

—¿Otra vez vas a preguntarle por el dinero, Marta? —La voz de Luis retumba en la cocina mientras cierro la nevera con más fuerza de la necesaria. El frío del electrodoméstico no se compara con el que siento en el pecho.

—¿Y qué quieres que haga? —respondo, conteniendo las lágrimas—. Son seis mil euros, Luis. No es calderilla. Y llevamos casi un año esperando.

Luis baja la mirada. Sé que odia esta conversación tanto como yo, pero la diferencia es que él prefiere enterrarla bajo la alfombra. Yo no puedo. Cada vez que veo a Carmen, mi suegra, siento una mezcla de rabia y culpa. Rabia porque no cumple su palabra; culpa porque fue idea mía ayudarla cuando nos pidió ese dinero para «arreglar el coche y pagar unas facturas atrasadas».

Recuerdo perfectamente aquella tarde de septiembre. Carmen llegó a casa con los ojos hinchados y las manos temblorosas. —Marta, hija, no sé a quién más acudir —me dijo—. Si no pago esto, me cortan la luz y el coche es lo único que tengo para ir al trabajo. Luis no estaba en casa, así que tomé la decisión sola. Le hice una transferencia desde nuestros ahorros, convencida de que era lo correcto.

Pero los meses pasaron y las excusas empezaron: primero fue el taller que tardaba más de lo previsto, luego una multa inesperada, después una operación dental. Siempre había algo. Al principio, Luis me pedía paciencia: —Es mi madre, Marta. No va a dejarnos tirados. Pero ahora ni siquiera él se atreve a preguntar.

La tensión se ha instalado en casa como un huésped indeseado. Las cenas son silenciosas; las noches, eternas. Mi hija Lucía, de ocho años, pregunta por qué ya no vamos al cine o por qué no hay yogures de fresa en la nevera. Yo le sonrío y le digo que estamos ahorrando para las vacaciones, pero la verdad es que ese dinero era nuestro colchón para emergencias.

El domingo pasado, durante la comida familiar en casa de Carmen, no pude más. Entre el olor a cocido y el bullicio de los niños jugando en el pasillo, me armé de valor:

—Carmen, ¿has pensado ya cómo vas a devolvernos el dinero?

El silencio fue inmediato. Mi cuñada Pilar dejó caer el tenedor y mi suegro fingió interesarse por el telediario. Carmen me miró como si le hubiera clavado un cuchillo.

—Marta, hija, ya te he dicho que en cuanto pueda…

—Pero ¿cuándo? —insistí—. Porque nosotros también tenemos gastos y ese dinero era importante para nosotros.

Luis me lanzó una mirada fulminante. Carmen se levantó de la mesa sin decir nada y se encerró en su habitación. El resto del día fue un desfile de susurros y miradas incómodas.

Esa noche discutimos como nunca antes:

—¡No tienes derecho a humillarla delante de todos! —gritó Luis.

—¿Y yo? ¿No tengo derecho a reclamar lo que es nuestro? ¿O solo cuenta lo que tu madre siente?

Dormimos en habitaciones separadas por primera vez en quince años.

Desde entonces, todo ha ido a peor. Carmen apenas me habla; Luis está distante y parece más hijo que marido. Mi cuñada Pilar me ha escrito un mensaje acusándome de «egoísta» y de «no entender lo que es la familia». Me siento sola, traicionada por todos.

He intentado hablar con Carmen a solas, buscar una solución intermedia: un plan de pagos, algo simbólico al menos. Pero siempre hay una excusa nueva o una lágrima fácil.

En el trabajo tampoco puedo concentrarme. Mi jefa, Mercedes, me ha preguntado si todo va bien en casa porque últimamente cometo errores tontos. No sé cómo explicarle que mi vida se ha convertido en una batalla constante entre lo que es justo y lo que se espera de mí como nuera, esposa y madre.

A veces pienso en todo lo que hemos sacrificado por mantener la paz: cenas canceladas con amigos para evitar preguntas incómodas; vacaciones pospuestas; incluso he dejado de comprarme ese abrigo rojo que tanto me gustaba porque «no es momento para gastos».

Me siento atrapada en una telaraña de obligaciones familiares donde mis necesidades siempre quedan en último lugar. ¿Por qué ayudar a la familia tiene que significar renunciar a uno mismo? ¿Por qué nadie entiende que detrás del dinero hay confianza rota?

El otro día encontré a Lucía jugando con unas monedas viejas y le oí decirle a su muñeca: «No te preocupes, mamá te lo devolverá pronto». Se me rompió el alma.

Hoy he decidido escribir esta historia porque necesito saber si soy la única que se siente así. ¿De verdad es tan grave pedir lo que es justo? ¿O simplemente soy demasiado dura?

Quizá mañana tenga fuerzas para volver a hablar con Carmen o para convencer a Luis de que esto no puede seguir así. Pero hoy solo quiero saber: ¿cuántos habéis pasado por algo parecido? ¿Dónde está el límite entre ayudar y perderse a uno mismo?