Promesas rotas en la Gran Vía: el piso de la abuela y el precio de la familia

—¿Pero cómo que te vas a quedar tú con el piso, mamá? —grité, incapaz de contener las lágrimas mientras mi marido, Luis, me sujetaba del brazo intentando calmarme.

Mi madre, Carmen, se mantenía erguida en el salón de nuestro pequeño piso de alquiler en Lavapiés. Su mirada era fría, casi desconocida para mí. Había venido esa tarde con la excusa de tomar un café y hablar “de cosas importantes”. Yo pensaba que, por fin, íbamos a firmar los papeles para cederme el piso de la abuela en Chamberí, ese que tantas veces había prometido que sería mío cuando me casara. Pero no. En vez de eso, soltó la bomba: “Me divorcio de tu padre y necesito el piso para empezar de nuevo”.

El mundo se me vino abajo. Llevábamos meses planeando la mudanza. Luis y yo habíamos renunciado a buscar otro sitio porque mi madre insistía en que ese piso era nuestro futuro. Habíamos soñado con pintar las paredes de azul claro, con desayunar los domingos en la terraza donde mi abuela regaba sus geranios. Ahora todo eso se desvanecía con una sola frase.

—No puedes hacerme esto —susurré, sintiendo cómo la rabia y la tristeza me ahogaban.

—No es tan sencillo, Lucía —respondió ella, bajando la voz—. Las cosas han cambiado. Tu padre y yo… Ya no podemos seguir juntos. Y yo… necesito un sitio donde estar tranquila.

Luis intentó mediar:

—Carmen, entiéndalo… Nosotros ya contábamos con ese piso. Usted misma lo dijo muchas veces.

Ella se encogió de hombros, como si todo fuera una molestia menor.

—Las promesas a veces no se pueden cumplir. Así es la vida.

Me marché al baño y cerré la puerta de un portazo. Me miré al espejo: los ojos hinchados, el maquillaje corrido. ¿Cómo podía mi madre ser tan egoísta? ¿Por qué justo ahora, después de mi boda? ¿Había estado esperando a que yo me casara para soltarme todo esto?

Recordé las tardes en casa de la abuela, cuando mamá me peinaba y me contaba historias de su juventud en Madrid. Siempre decía: “Este piso será tuyo algún día, Lucía. Aquí serás feliz”. ¿Mentía entonces? ¿O simplemente nunca pensó que llegaría este momento?

Esa noche apenas dormí. Luis y yo discutimos hasta la madrugada. Él estaba furioso, pero también preocupado por mí.

—No podemos seguir dependiendo de tus padres —dijo—. Tendremos que buscar otra solución.

Pero yo no podía dejarlo pasar así. Al día siguiente llamé a mi padre, Antonio. Me contestó con voz cansada:

—Tu madre ya me lo ha dicho todo. No sé qué decirte, hija…

—¿Tú sabías lo del piso?

—No… Bueno, sí… Tu madre siempre ha hecho lo que ha querido con esas cosas. Yo solo quería que estuvierais bien.

Sentí una mezcla de compasión y rabia hacia él. Siempre tan pasivo, tan dispuesto a ceder ante los caprichos de mamá.

Durante semanas evité a mi madre. No podía ni verla. Cada vez que pensaba en ella sentía una punzada en el pecho. Mi hermana pequeña, Marta, intentó mediar:

—Lucía, mamá está pasando un mal momento… Quizá deberías hablar con ella.

—¿Y yo? ¿Acaso no estoy pasando también un mal momento? —le respondí entre sollozos.

Marta suspiró:

—Siempre has sido la favorita… Pero ahora parece que mamá solo piensa en sí misma.

La familia empezó a resquebrajarse. Las cenas de los domingos desaparecieron. Mi padre se mudó a un estudio diminuto en Vallecas y apenas nos veíamos. Mi madre se encerró en el piso de Chamberí, redecorándolo a su gusto, como si quisiera borrar cualquier rastro del pasado.

Un día decidí enfrentarla cara a cara. Fui al piso sin avisar. Llamé al timbre y me abrió con cara sorprendida.

—¿Qué haces aquí?

—Necesito entenderlo —le dije—. ¿Por qué nos has hecho esto?

Se sentó en el sofá y me miró fijamente.

—Toda mi vida he hecho lo que los demás esperaban de mí: casarme joven, cuidar de vosotras, aguantar a tu padre… Ahora quiero pensar en mí por primera vez.

—¿Y yo? ¿Y Luis? ¿No merecemos también pensar en nosotros?

Se le humedecieron los ojos por primera vez desde todo aquello.

—Lo siento, Lucía… De verdad lo siento. Pero no puedo vivir más para los demás.

Salí del piso sintiéndome más sola que nunca. Por primera vez entendí que mi madre también era una persona con sus propias heridas y deseos, pero eso no hacía menos dolorosa su traición.

Luis y yo tuvimos que buscar otro piso. Encontramos uno pequeño en Carabanchel, lejos del centro y de nuestros sueños iniciales. Al principio fue duro: cada rincón me recordaba lo que habíamos perdido. Pero poco a poco aprendimos a construir nuestro propio hogar, sin depender de promesas ajenas.

A veces veo a mi madre paseando por Chamberí, sola pero erguida, como si nada pudiera tocarla ya. Mi padre parece más tranquilo ahora, aunque sigue siendo esa figura silenciosa en las reuniones familiares cada vez más escasas.

He aprendido que las familias españolas no siempre son ese refugio cálido que nos venden en las películas o en las sobremesas eternas de los domingos. A veces son campos de batalla donde cada uno lucha por sobrevivir como puede.

Ahora me pregunto: ¿Hasta qué punto debemos sacrificar nuestros sueños por los deseos o necesidades de quienes amamos? ¿Es posible perdonar una traición así o simplemente aprendemos a vivir con ella?