¿Puede el amor vencer los desafíos de una familia reconstituida?
—No eres mi padre y nunca lo serás.
La voz de Lucía, la hija mayor de Patricia, retumbó en el pasillo como un portazo invisible. Me quedé quieto, con la bolsa de la compra aún en la mano, mientras ella subía las escaleras corriendo, dejando tras de sí un rastro de rabia adolescente. Patricia apareció en la puerta de la cocina, con el ceño fruncido y los ojos cansados.
—Marcos, por favor… dale tiempo. —su voz era un susurro, casi una súplica.
Pero yo ya no sabía cuánto tiempo más podía seguir esperando. Habían pasado dos años desde que Patricia y yo decidimos unir nuestras vidas. Dos años desde que me mudé a su piso en Vallecas, dejando atrás mi pequeño apartamento de soltero y mis rutinas tranquilas. Dos años intentando ser parte de una familia que, a veces, sentía que me rechazaba como si fuera un órgano trasplantado que el cuerpo no termina de aceptar.
Al principio todo parecía posible. Patricia y yo nos conocimos en una reunión de amigos en común. Ella tenía esa risa contagiosa y una mirada que parecía comprenderlo todo. Me contó desde el principio que tenía dos hijos: Lucía, de quince años, y Sergio, de nueve. Su exmarido, Antonio, vivía en el mismo barrio y los veía cada fin de semana. Yo no tenía hijos ni experiencia alguna con adolescentes rebeldes o niños que lloran por las noches porque echan de menos a su padre.
Mis padres nunca entendieron mi decisión. —Marcos, ¿por qué te complicas la vida? —me preguntó mi madre una tarde, mientras tomábamos café en su casa de Chamberí—. Podrías encontrar a una chica sin cargas…
—No son cargas, mamá —le respondí, sintiendo cómo se me encendían las mejillas—. Son personas.
Pero la verdad es que a veces sentía el peso de esas palabras. No era fácil. No lo fue nunca. Los domingos por la tarde, cuando Antonio venía a recoger a los niños y yo me quedaba solo con Patricia, sentía una punzada de celos y también de inseguridad. ¿Sería yo capaz de ocupar un lugar en sus vidas? ¿O sería siempre el intruso?
Las discusiones empezaron pronto. Lucía se negaba a cenar conmigo en la misma mesa. Sergio apenas me dirigía la palabra. Patricia intentaba mediar, pero yo veía cómo se le escapaba la paciencia entre los dedos.
—No puedes forzarles —me decía—. Tienen que acostumbrarse a ti.
Pero ¿y si nunca lo hacían?
Una noche, después de otra discusión con Lucía por el uso del móvil en la mesa, salí al balcón a fumar un cigarro. Miré las luces de Madrid extendiéndose hasta el horizonte y sentí una soledad tan densa que casi podía tocarla.
Al día siguiente, en el trabajo, mi compañero Raúl me preguntó si no me arrepentía de haberme metido en semejante lío.
—Tío, yo ni loco me casaba con una divorciada con hijos —dijo riendo—. Eso es para valientes… o para locos.
Me reí con él, pero por dentro sentí una punzada amarga. ¿Sería verdad? ¿Era yo un loco por pensar que el amor podía con todo?
El tiempo pasaba y las cosas no mejoraban. Patricia empezó a estar más irritable; discutíamos por tonterías: quién hacía la compra, quién recogía a Sergio del colegio, quién pagaba qué factura. El dinero también era un problema: Antonio a veces se retrasaba con la pensión y yo tenía que cubrir gastos que no eran míos.
Una tarde, al volver del trabajo, encontré a Lucía llorando en su habitación. Dudé antes de entrar, pero al final llamé suavemente a la puerta.
—¿Puedo pasar?
Ella no contestó, pero entré igual. Me senté en el borde de la cama y esperé en silencio.
—¿Por qué no te vas? —me dijo al cabo de un rato, sin mirarme—. Mamá era más feliz antes.
Sentí un nudo en la garganta. No supe qué decirle. ¿Era cierto? ¿Había arruinado yo la vida de Patricia y sus hijos por mi egoísmo?
Esa noche hablé con Patricia. Le conté lo que había pasado y le pregunté si realmente era feliz conmigo.
—No lo sé —me confesó entre lágrimas—. Estoy cansada, Marcos. Todo es tan difícil…
Nos abrazamos en silencio, pero sentí que algo se había roto entre nosotros.
Los meses siguientes fueron una sucesión de pequeños fracasos: cumpleaños tensos, cenas silenciosas, miradas esquivas. Empecé a salir más tarde del trabajo para evitar volver a casa. Patricia se refugiaba en sus hijos; yo en mis pensamientos.
Un día recibí una llamada de mi madre.
—Hijo, ven a cenar esta noche —me dijo—. Te echo de menos.
Fui a su casa y hablamos durante horas. Le conté todo: mis miedos, mis dudas, mi sensación de fracaso.
—A veces el amor no basta —me dijo ella suavemente—. Y no es culpa tuya ni de nadie.
Esa frase me acompañó durante semanas. Finalmente, una noche después de una discusión especialmente dura con Patricia sobre Sergio y sus notas del colegio, tomé una decisión.
Me senté con Patricia en el salón y le dije que necesitaba irme unos días para pensar. Ella asintió sin decir nada; sus ojos estaban rojos pero ya no había lágrimas.
Me fui al piso de un amigo en Lavapiés y pasé allí varias noches sin dormir apenas. Pensé en todo lo que habíamos intentado; en todo lo que habíamos perdido por el camino.
Finalmente volví para recoger mis cosas. Lucía no salió de su habitación; Sergio me miró desde el pasillo con ojos tristes pero no dijo nada. Patricia me abrazó fuerte antes de irme.
—Lo siento —me susurró—. De verdad lo intentamos.
Ahora vivo solo otra vez. A veces veo a Patricia por el barrio; nos saludamos con cariño pero sin palabras sobrantes. Me pregunto si podríamos haber hecho algo diferente; si el amor realmente puede vencerlo todo o si hay heridas que nunca terminan de cerrar.
¿Vosotros qué pensáis? ¿Es posible construir una familia cuando el pasado pesa tanto? ¿O hay amores condenados desde el principio?