Puertas cerradas: El eco de una madre
—¡Álvaro! Soy yo, mamá. ¿Estás ahí? —golpeo la puerta con los nudillos, primero suave, luego más fuerte, mientras el peso de la bolsa de la compra me corta la circulación en la mano. El rellano huele a lejía y a domingo, ese olor que siempre asocié con limpieza y familia. Pero aquí, frente a esta puerta cerrada, sólo siento frío.
No hay respuesta. Me acerco el móvil al oído: “Llamando a Álvaro…”. Nada. Ni un pitido, ni un mensaje. Me quedo quieta, escuchando el silencio del edificio, preguntándome si los vecinos me miran por la mirilla, si piensan que soy una madre pesada o una loca. ¿En qué momento mi hijo empezó a cerrarme la puerta?
Recuerdo cuando era pequeño y corría hacia mí al volver del colegio, con las rodillas llenas de tierra y los ojos brillantes. “Mamá, ¿qué hay de comer?” Siempre tenía algo preparado: croquetas, tortilla de patatas, lentejas… Hoy traigo su favorito, albóndigas con tomate, igual que las hacía mi madre en Toledo. Pero la puerta sigue cerrada.
Me siento en el escalón y dejo la bolsa a mi lado. El plástico se arruga y el olor a comida caliente se mezcla con el polvo del portal. Miro mis manos: arrugadas, manchadas por los años y el trabajo. Pienso en todo lo que he hecho por él desde que su padre nos dejó: dobles turnos en la panadería, noches sin dormir cuando tenía fiebre, renunciar a viajes, a amigos, a todo lo que no fuera él.
Una vecina pasa y me saluda con un gesto incómodo. “¿Todo bien, Carmen?”
—Sí, sí… sólo espero a mi hijo —miento.
Pero no estoy bien. Hace meses que Álvaro apenas me llama. Cuando le escribo por WhatsApp, responde con monosílabos: “Bien”, “Ocupado”, “Luego te llamo”. Nunca llama. La última vez que vino a casa fue en Navidad y se pasó la cena mirando el móvil. Yo intenté hablarle de su infancia, de cómo le gustaba ver los partidos del Atleti conmigo en la tele vieja del salón. Él sólo sonreía con esa media sonrisa que no llega a los ojos.
¿Dónde fallé? ¿Fue cuando le protegí demasiado? ¿Cuando le exigí buenas notas para que tuviera un futuro mejor? ¿O cuando me negué a aceptar a su novia porque no me parecía adecuada? Recuerdo aquella discusión:
—Mamá, no puedes decidir con quién salgo.
—Sólo quiero lo mejor para ti, Álvaro.
—¿Y si lo mejor para mí no es lo que tú quieres?
Aquel día se fue dando un portazo. Desde entonces, algo se rompió entre nosotros.
El reloj marca las once y media. El portal se va llenando de voces: niños bajando en pijama a por churros, parejas discutiendo por quién pone el café. Yo sigo aquí, esperando. Siento una punzada de vergüenza y rabia. ¿Por qué tengo que mendigar el cariño de mi propio hijo?
Me levanto y vuelvo a llamar al timbre. Esta vez más fuerte.
—¡Álvaro! Por favor… sólo quiero verte un momento.
Nada. El silencio es más duro que cualquier grito.
Me apoyo en la pared y cierro los ojos. Recuerdo las noches en vela cuando era adolescente y no llegaba a casa hasta tarde. Yo me sentaba en la cocina, mirando el reloj y rezando para que no le pasara nada. Cuando entraba por la puerta, fingía estar dormida para no preocuparle más. ¿Quizá debí ser más dura? ¿O menos? Nadie te enseña a ser madre; sólo haces lo que puedes con lo que tienes.
El móvil vibra. Un mensaje: “No estoy en casa. No hace falta que vengas cada semana.”
Leo y releo esas palabras como si fueran un puñal. No dice “gracias”, ni “te quiero”, ni siquiera “lo siento”. Sólo distancia.
Me siento otra vez en el escalón y lloro en silencio. Las lágrimas caen sobre mis manos y pienso en todas las madres que conozco: Manuela, cuya hija se fue a Barcelona y apenas llama; Rosario, que discute cada día con su hijo porque no encuentra trabajo; Lucía, que perdió al suyo en un accidente y daría cualquier cosa por poder llamarle aunque fuera para discutir.
¿Es esto lo que nos espera a todas? ¿Criar hijos para luego verlos marchar y cerrar la puerta?
La bolsa de la compra pesa menos ahora; quizá porque ya no tiene sentido cargarla hasta aquí cada semana. Me levanto despacio y bajo las escaleras sin mirar atrás.
Al salir a la calle, el sol me da en la cara y siento el aire frío de Madrid en los pulmones. Me prometo no volver tan pronto, dejarle espacio… pero sé que el amor de madre es terco como una mula manchega.
Mientras camino hacia el metro, me pregunto: ¿Cuándo deja una madre de ser necesaria? ¿En qué momento el amor se convierte en carga?
¿Vosotros también habéis sentido alguna vez esa puerta cerrada? ¿Qué haríais vosotros en mi lugar?