¿Quién decide cómo debe ser una abuela?

—Mamá, ¿vas a salir otra vez esta noche? —La voz de Lucía retumbó en el pasillo, mezclando cansancio y reproche. Yo estaba frente al espejo, ajustándome la chaqueta de cuero que tanto me gusta, cuando la vi aparecer con su cara de pocos amigos y el móvil pegado a la oreja.

—Sí, hija, voy a cenar con Carmen y Pilar. Hace semanas que no nos vemos —le respondí, intentando sonar natural, aunque ya intuía lo que venía.

Lucía dejó el móvil sobre la mesa con un golpe seco. —Mamá, eres abuela. ¿No crees que deberías quedarte en casa con los niños alguna vez? Todas las abuelas del cole cuidan de sus nietos. Y, sinceramente, podrías vestirte un poco más… acorde a tu edad.

Sentí cómo se me encogía el estómago. No era la primera vez que teníamos esta conversación. Desde que nació mi nieto Mateo, Lucía parecía convencida de que mi vida debía girar en torno a él y a su hermana pequeña, Sofía. Como si mis sueños y deseos hubieran caducado el día que me llamaron “abuela”.

—Lucía, te ayudo siempre que puedo —le dije, conteniendo las lágrimas—. Pero también tengo derecho a tener mi vida. No he dejado de ser yo porque tú seas madre.

Ella bufó y se cruzó de brazos. —No lo entiendes. Todas mis amigas dicen que tengo suerte porque mi madre está cerca, pero nunca puedo contar contigo. Y mira cómo vas vestida… ¿No te das cuenta de lo que piensa la gente?

Me miré en el espejo: vaqueros ajustados, botas negras, labios rojos. ¿De verdad era tan escandaloso? Recordé a mi propia madre, Rosario, siempre con su bata de flores y su moño apretado, resignada a cuidar nietos y hacer croquetas para media familia. Yo había jurado que nunca sería así.

—¿Y si no me importa lo que piense la gente? —le pregunté en voz baja.

Lucía me miró como si hubiera dicho una barbaridad. —Pues debería importarte. Ya no tienes veinte años.

Me fui esa noche con el corazón encogido. En la cena, Carmen y Pilar notaron mi tristeza enseguida.

—¿Otra vez Lucía? —preguntó Pilar mientras brindábamos con vino tinto.

—Sí —suspiré—. Dice que debería comportarme como una abuela “normal”. Que debería cuidar más a los niños y dejar de salir tanto.

Carmen se rió. —¿Y qué es una abuela normal? ¿Una esclava sin vida propia?

—En mi casa es igual —añadió Pilar—. Mi hijo cree que estoy para plancharle las camisas y recoger a los niños del fútbol. Pero cuando les digo que tengo planes, ponen cara de tragedia griega.

Nos reímos las tres, pero en el fondo dolía. ¿Por qué nos cuesta tanto defender nuestro derecho a existir más allá de la familia?

Al volver a casa, encontré a Lucía sentada en el sofá, mirando fotos antiguas en su móvil. Me senté a su lado en silencio.

—Mamá —dijo al cabo de un rato—, sé que tienes tu vida… Pero a veces siento que me dejas sola con todo esto.

La miré y vi en sus ojos el cansancio de las madres jóvenes: jornadas eternas en la oficina, niños pequeños, una pareja ausente. Recordé mis propios años de crianza, cuando sentía que el mundo entero esperaba que yo lo hiciera todo bien y sin rechistar.

—No quiero dejarte sola —le dije—. Pero tampoco quiero perderme a mí misma otra vez. Durante años fui solo “la madre de Lucía”. Ahora quiero ser también Marisa: la mujer que baila sevillanas los jueves y sale a cenar con sus amigas.

Lucía suspiró y apoyó la cabeza en mi hombro. —A veces te envidio, ¿sabes? Me gustaría tener tu libertad…

La abracé fuerte. —Llegará tu momento, hija. Pero ahora tenemos que aprender a respetarnos: yo no soy solo tu madre ni solo la abuela de Mateo y Sofía. Soy muchas cosas más.

Durante semanas seguimos discutiendo. A veces cedía yo; otras veces ella. Hubo días en los que cuidé a los niños para que Lucía pudiera ir al cine con sus amigas; otros días me fui de excursión con Carmen y Pilar sin sentirme culpable.

Un domingo por la tarde, mientras jugaba con Mateo en el parque, una vecina se me acercó:

—Marisa, ¡qué suerte tienen tus nietos! Siempre tan alegre y activa… Ojalá mi madre tuviera tus ganas de vivir.

Sonreí agradecida. Quizás no era la abuela tradicional que todos esperaban, pero estaba enseñando a mis nietos algo importante: que la vida no termina cuando llegan las canas ni cuando te llaman “abuela”.

Ahora miro a Lucía y veo cómo poco a poco aprende a soltar el control, a confiar en sí misma y en mí. No siempre es fácil; hay días en los que me siento egoísta o incomprendida. Pero también hay momentos en los que siento orgullo por haberme mantenido fiel a quien soy.

A veces me pregunto: ¿Por qué nos cuesta tanto aceptar que las mujeres mayores también tienen derecho a soñar? ¿Cuándo aprenderemos a dejar de juzgarnos unas a otras?

¿Y tú? ¿Crees que hay una forma correcta de ser abuela o cada una debe escribir su propia historia?