¿Se puede perder a un hijo por hacer el bien?

—¿Cómo has podido hacerme esto, mamá? —La voz de Miguel retumbó en el pasillo, tan fría y lejana que sentí un escalofrío recorrerme la espalda.

Me quedé quieta, con las manos aún húmedas del agua con la que fregaba los platos. Afuera llovía, y el sonido de las gotas golpeando la ventana parecía acompañar el temblor de mi corazón. No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que, después de todo lo que habíamos vivido juntos, después de criarle sola durante años en nuestro piso de Vallecas, no podía darle la espalda a Lucía?

Lucía había sido mi nuera durante siete años. La quise como a una hija. Cuando ella y Miguel se separaron, sentí que el suelo se abría bajo mis pies. No solo perdía una nuera; perdía una amiga, una confidente. Pero sobre todo, veía cómo mi hijo se alejaba de mí, atrapado en su propio dolor y orgullo.

Hace dos semanas, Lucía llamó a mi puerta. Lloraba. Su madre había enfermado y ella no tenía a quién recurrir. Sin pensarlo, la invité a pasar. Le preparé una tila y le ofrecí mi sofá para quedarse esa noche. No era la primera vez que ayudaba a alguien en apuros; toda mi vida había sido así. Pero esta vez, el precio sería demasiado alto.

Miguel se enteró al día siguiente. Entró en casa sin avisar, como hacía siempre desde pequeño. Encontró a Lucía desayunando en la cocina. El silencio fue tan denso que casi podía cortarse con un cuchillo.

—¿Qué hace ella aquí? —preguntó Miguel, sin mirarme.

—Miguel, por favor… Lucía está pasando un mal momento. Solo le he ofrecido ayuda unos días —intenté sonar tranquila, pero mi voz temblaba.

—¿Y yo? ¿Alguna vez pensaste en cómo me sentiría yo?

No supe qué decirle. ¿Acaso no había pensado siempre en él? ¿No había sacrificado todo por su felicidad? Recordé las noches sin dormir cuando era niño y tenía fiebre; los años trabajando de limpiadora para pagarle los estudios; las veces que renuncié a salir con amigas para estar en casa cuando él volvía del instituto.

Pero ahora, en sus ojos, solo veía reproche y distancia.

Los días siguientes fueron un infierno. Miguel dejó de llamarme. No respondía a mis mensajes. En el barrio, las vecinas cuchicheaban al verme pasar: «¿Has visto? La madre de Miguel tiene a la exnuera en casa…». Sentí la soledad como una losa sobre el pecho.

Lucía intentó irse varias veces, pero yo no podía dejarla sola. Su madre seguía ingresada y ella no tenía a nadie más en Madrid. Una noche, mientras cenábamos juntas, me confesó entre lágrimas:

—Nunca tuve una madre como tú, Carmen. Gracias por no darme la espalda.

Me dolió escuchar esas palabras porque sabía que, al ayudarla, estaba perdiendo lo más importante: la relación con mi hijo.

Una tarde, decidí ir a buscar a Miguel a su trabajo. Esperé fuera del supermercado donde era encargado. Cuando salió y me vio, bajó la mirada.

—Miguel, hijo… —empecé—. Solo quería hablar contigo.

Él suspiró, cansado.

—No tengo nada que decirte, mamá. Has elegido a Lucía antes que a mí.

—Eso no es verdad —le respondí con voz rota—. Eres mi hijo, lo eres todo para mí. Pero no podía dejarla sola… ¿Tú no harías lo mismo por alguien que te necesita?

Miguel me miró por primera vez en días. Sus ojos estaban llenos de rabia y tristeza.

—No lo entiendes —dijo—. Siempre te metes donde no te llaman. Siempre quieres salvar a todos menos a mí.

Sentí que me partía en dos. ¿Era eso cierto? ¿Había estado tan ocupada ayudando a los demás que había descuidado lo que él sentía?

Esa noche no dormí. Me levanté varias veces para mirar fotos antiguas: Miguel en su primer día de colegio; Miguel con Lucía en la boda; Miguel abrazándome en Navidad. ¿En qué momento nos habíamos perdido?

Los días pasaron lentos y grises. Lucía finalmente pudo volver con su madre cuando mejoró un poco. Antes de irse, me abrazó fuerte:

—No sé cómo agradecerte todo esto, Carmen.

Me quedé sola en casa, rodeada de silencio y recuerdos.

Una tarde de domingo, mientras preparaba cocido para uno —como tantas veces desde que Miguel se fue de casa— oí el timbre. Era él.

Entró despacio, sin mirarme directamente.

—He estado pensando —dijo al fin—. Quizá fui demasiado duro contigo.

Me acerqué y le tomé la mano.

—Solo quería hacer lo correcto… Pero si te he hecho daño, lo siento de verdad.

Miguel asintió y se sentó conmigo en la mesa de la cocina donde tantas veces habíamos compartido risas y lágrimas.

—A veces siento que te pierdo —le confesé—. Que ya no sé cómo ser tu madre sin equivocarme.

Él me miró por fin con ternura y cansancio.

—Supongo que todos nos equivocamos… Pero sigues siendo mi madre.

No sé si algún día volveremos a ser como antes. No sé si este dolor se irá del todo o si aprenderemos a vivir con él. Pero hoy he entendido algo: ser madre es amar incluso cuando ese amor duele.

¿De verdad se puede perder un hijo por hacer el bien? ¿O es precisamente ese amor incondicional lo que nos mantiene unidos aunque todo parezca perdido?