Si tuviera conciencia, al menos podría fregar los platos: la historia de una madre española
—Si tuvieras conciencia, al menos podrías fregar los platos una vez —le dije a Lucía, mi nuera, mientras apretaba el trapo entre las manos y sentía cómo la rabia me subía por la garganta.
Ella ni siquiera levantó la vista del móvil. El sonido de los mensajes de WhatsApp llenaba el silencio incómodo de la cocina. Mi hijo, Daniel, estaba en el salón, ajeno a todo, viendo el fútbol como si nada pasara. Me pregunté en qué momento mi vida se había reducido a esto: una madre invisible, una suegra molesta, una mujer sola.
No siempre fue así. Me llamo Carmen y tengo 54 años. Cuando tenía 23, mi marido, Antonio, me dejó con un niño de tres años y una hipoteca imposible en un barrio obrero de Vallecas. «Estoy harto de esta vida», me dijo una noche mientras recogía sus cosas. «No puedo más con tus quejas ni con el peso de esta familia. Quiero vivir para mí.»
Me quedé sola con Daniel, mi pequeño. Trabajé limpiando casas, cosiendo por las noches y haciendo lo que fuera para que no le faltara nada. Nunca le hablé mal de su padre, aunque cada vez que veía a Antonio paseando con su nueva novia por el barrio sentía que me arrancaban algo por dentro.
Daniel creció rápido. Era un niño bueno, estudioso, aunque algo callado. Siempre pensé que la ausencia de su padre le había dejado una herida invisible. Cuando cumplió los 18, se fue a estudiar a Salamanca y yo me quedé sola en casa. Me acostumbré al silencio, a los domingos sin risas, a las cenas frente al televisor.
Hace dos años, Daniel volvió a Madrid con Lucía, su novia de toda la carrera. Al principio me alegré: por fin la casa volvía a llenarse de vida. Pero pronto noté que Lucía no era como yo esperaba. Apenas hablaba conmigo, no ayudaba en nada y parecía molesta cada vez que le pedía algo tan simple como poner la mesa.
Una tarde, después de varias discusiones silenciosas y miradas esquivas, exploté:
—¿Te cuesta tanto ayudar? ¿No ves que aquí todos tenemos que arrimar el hombro?
Lucía me miró con frialdad:
—No soy tu criada. Si tienes un problema conmigo, háblalo con Daniel.
Esa noche Daniel vino a mi habitación. Cerró la puerta y se sentó en la cama como cuando era niño.
—Mamá, tienes que dejar de meterte en mi vida —me dijo en voz baja—. Estás intentando arruinar mi familia.
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. ¿Mi familia? ¿Acaso yo no era su familia? ¿No había dado todo por él?
Los días siguientes fueron un infierno. Lucía apenas salía de su cuarto y Daniel me evitaba. Yo seguía limpiando, cocinando y recogiendo sus platos sucios sin decir nada, pero por dentro me moría de rabia y tristeza.
Una mañana encontré a Lucía llorando en la cocina. Dudé si acercarme o no, pero al final me senté a su lado.
—¿Te pasa algo?
Ella negó con la cabeza y murmuró:
—Echo de menos a mi madre.
Por primera vez vi en ella algo más que indiferencia: vi soledad.
Intenté acercarme los días siguientes, pero cada gesto mío parecía molestarle más. Daniel estaba cada vez más distante conmigo. Una noche escuché cómo discutían en su cuarto:
—Tu madre no me soporta —decía Lucía entre sollozos—. Me siento una extraña aquí.
—Es mi madre —respondió Daniel—. No puedo echarla de su propia casa.
Me encerré en el baño y lloré como hacía años que no lloraba. Recordé todas las veces que había renunciado a mis sueños por cuidar de Daniel; todas las noches sin dormir cuando tenía fiebre; todos los cumpleaños en los que sólo estábamos él y yo soplando las velas.
Un domingo por la tarde, mientras fregaba los platos del almuerzo (nadie se ofreció a ayudarme), escuché a Daniel hablando por teléfono con su padre. Hablaban de fútbol, de política, reían juntos… Sentí una punzada de celos y dolor. ¿Por qué él sí podía ser parte de su vida y yo sólo era un estorbo?
Al día siguiente, Daniel me pidió que habláramos.
—Mamá —dijo—, creo que lo mejor es que busques un piso para ti. Lucía y yo necesitamos nuestro espacio.
Me quedé muda. No podía creer lo que oía.
—¿Me estás echando de mi propia casa?
Él bajó la mirada:
—No es eso… Es solo que…
No terminó la frase. No hacía falta.
Esa noche no dormí. Di vueltas en la cama pensando en todo lo que había hecho por él. Pensé en mis padres, en cómo siempre decían que los hijos son para toda la vida… ¿Y ahora? Ahora era yo la que sobraba.
Al final acepté irme a un piso pequeño cerca del parque del Retiro. Los primeros días fueron un infierno: el silencio era ensordecedor y la soledad pesaba como una losa. Pero poco a poco aprendí a vivir para mí misma: empecé a ir a clases de pintura, hice amigas nuevas y hasta adopté un gato callejero al que llamé Manolo.
A veces Daniel me llama para preguntarme cómo estoy; otras veces pasa semanas sin dar señales de vida. Lucía nunca volvió a hablarme.
A veces me pregunto si hice bien en sacrificarlo todo por mi hijo. ¿De verdad los hijos nos deben algo? ¿O simplemente tenemos que aprender a dejarles volar aunque eso signifique quedarnos solas?
¿Vosotros qué pensáis? ¿Hasta dónde debe llegar el sacrificio de una madre? ¿Y cuándo es el momento de pensar en una misma?