Solo soy mamá: Entre el amor y el olvido de mí misma
—¡Camila, apúrate! ¡Vas a llegar tarde otra vez!— grité desde la cocina, mientras revolvía los huevos con una mano y con la otra intentaba que Mateo se pusiera los zapatos. El reloj marcaba las 6:45 y ya sentía el sudor frío bajando por mi espalda. Así empiezan todos mis días: corriendo, gritando, resolviendo.
Camila bajó las escaleras arrastrando los pies, con los audífonos puestos y la mirada perdida en su celular. Mateo, como siempre, buscaba su mochila a último minuto. —Mamá, ¿dónde está mi cuaderno de matemáticas?— preguntó con voz de urgencia. Yo ni siquiera recordaba si lo había visto la noche anterior.
—¿Por qué siempre tengo que hacerlo todo yo?— pensé, pero no lo dije. Solo suspiré y seguí buscando entre los papeles, mientras el olor a pan tostado se mezclaba con el del café recién hecho. Mi esposo, Andrés, ya se había ido al trabajo antes del amanecer; últimamente ni siquiera nos cruzamos en la cocina.
Cuando por fin salieron rumbo a la escuela, me quedé sola en la casa. El silencio era tan pesado que dolía. Me senté frente a la mesa del comedor, rodeada de platos sucios y migajas, y sentí una punzada en el pecho. ¿En qué momento dejé de ser yo para convertirme solo en mamá?
Mi nombre es Mariana. Tengo 39 años y vivo en un barrio popular de Medellín. Antes de ser madre, soñaba con ser escritora. Tenía cuadernos llenos de poemas y relatos cortos, pero ahora apenas si tengo tiempo para escribir la lista del mercado.
La rutina me consume: trabajo como secretaria en una pequeña clínica del barrio, regreso a casa a preparar la comida, ayudo a Mateo con las tareas y discuto con Camila sobre sus salidas y sus amigos. A veces siento que mi vida es una película en la que solo soy un personaje secundario.
Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a Camila hablando por teléfono en su cuarto. —No sé qué le pasa a mi mamá, siempre está de mal humor— decía. Me dolió escucharla. ¿Eso era lo que pensaba de mí? ¿Una mujer amargada y cansada?
Esa noche, después de que todos se durmieron, me senté en la sala con una taza de té y abrí uno de mis viejos cuadernos. Las páginas estaban amarillentas y llenas de tachaduras. Empecé a escribir: “Hoy me siento invisible”. Las palabras salieron solas, como un desahogo necesario.
Al día siguiente, intenté hablar con Andrés antes de que se fuera al trabajo. —¿Tienes un minuto?— le pregunté. Él miró el reloj y suspiró. —Estoy tarde, Mariana. Hablamos después— respondió sin mirarme a los ojos.
Me sentí sola, más sola que nunca. ¿Acaso alguien veía todo lo que hacía? ¿Alguien notaba mi cansancio?
Un sábado por la tarde, Camila llegó a casa llorando. Había discutido con su mejor amiga y sentía que el mundo se le venía abajo. La abracé fuerte y le dije: —A veces la vida duele, hija. Pero aquí estoy para ti—. En ese momento recordé por qué hago todo lo que hago: por amor.
Pero el amor no debería significar olvido de una misma.
Esa noche, después de acostar a los niños, me miré al espejo. Vi una mujer con ojeras profundas y el cabello recogido a la carrera. ¿Dónde quedó la Mariana que soñaba con viajar, escribir y reír sin miedo?
Decidí hacer algo diferente: busqué un taller de escritura en el centro cultural del barrio. Me inscribí sin decirle a nadie. El primer día llegué nerviosa, temiendo no encajar entre los demás participantes. Pero cuando empecé a leer mis textos en voz alta, sentí una chispa de vida dentro de mí.
Poco a poco empecé a recuperar espacios para mí: media hora cada noche para escribir, una caminata sola los domingos por la mañana. Al principio mis hijos protestaron: —¿Por qué te vas?— preguntó Mateo con cara triste.
—Porque también necesito tiempo para mí— le respondí con ternura.
Andrés no entendía mi cambio. —¿Y ahora te dio por escribir? ¿No tienes suficiente con todo lo que haces?— me reclamó una noche.
—No es un capricho— le respondí—. Es una necesidad.
Las discusiones aumentaron. Andrés decía que estaba descuidando la casa; Camila se quejaba porque ya no estaba siempre disponible para ella; Mateo me miraba con ojos confundidos.
Pero yo seguí adelante. Empecé a publicar algunos relatos en un blog y recibí mensajes de otras mujeres que se sentían igual: invisibles, agotadas, olvidadas por sus familias y por ellas mismas.
Un día recibí una invitación para leer uno de mis textos en una feria del libro local. Dudé mucho antes de aceptar; sentía miedo de exponerme, pero también orgullo por haber llegado hasta ahí.
La noche del evento, Camila y Mateo estaban en primera fila. Cuando terminé de leer mi relato sobre una madre que lucha por no perderse a sí misma entre las exigencias del hogar, vi lágrimas en los ojos de Camila.
Al llegar a casa esa noche, Camila me abrazó fuerte y me dijo: —Perdón por no entenderte antes, mamá.
Mateo también se acercó tímidamente: —¿Me enseñas a escribir como tú?
Andrés tardó más en comprenderlo. Tuvimos muchas peleas; incluso hablamos de separarnos. Pero poco a poco empezó a ver que mi felicidad también era importante para la familia.
Hoy sigo siendo mamá, pero también soy Mariana: mujer, escritora, soñadora.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres como yo viven atrapadas entre el amor por sus hijos y el olvido de sí mismas? ¿Cuándo fue la última vez que pensaste en tus propios sueños?