Treinta años después: el eco de una madre

—¿De verdad no puedes venir esta semana, Luis? —pregunté con la voz temblorosa, apretando el teléfono contra mi oído como si así pudiera retener a mi hijo un poco más cerca.

Al otro lado, un silencio incómodo. Luego, la voz de mi hijo mayor, seca, casi impaciente:

—Mamá, ya te lo he dicho. Tengo mucho trabajo y los niños tienen actividades. No puedo estar en todo.

Colgué despacio, sintiendo cómo el peso de la soledad se me instalaba en el pecho. Me quedé mirando la foto de familia en la estantería del salón: cinco niños sonrientes, mi marido y yo aún jóvenes, con la esperanza brillando en los ojos. ¿En qué momento se rompió todo?

Me llamo Carmen y hace más de treinta años di a luz a tres hijos y dos hijas en un pequeño pueblo de Castilla-La Mancha. Mi marido, Antonio, trabajaba en la cooperativa agrícola y yo me ocupaba de la casa y los niños. No fue fácil: madrugones, comidas que estirar, ropa que remendar, noches en vela cuando alguno enfermaba. Pero siempre pensé que el esfuerzo tendría recompensa. Que criar hijos era invertir en amor para el futuro.

Ahora, con Antonio enfermo y yo arrastrando los achaques de la edad, me encuentro sola. Mis hijas, Lucía y Pilar, hacen lo que pueden: Lucía vive en Madrid y llama cada día; Pilar viene los domingos y me ayuda con la compra. Pero mis tres hijos varones… Luis, Sergio y Mateo… apenas aparecen. Siempre hay una excusa: el trabajo, los niños, la distancia. Y yo me pregunto si hice algo mal.

Recuerdo una tarde de hace unos meses. Antonio tuvo una caída en el baño. Me asusté tanto que llamé a Luis llorando:

—Por favor, hijo, ven. No sé qué hacer.

Tardó dos días en aparecer. Cuando llegó, ni siquiera me miró a los ojos:

—Mamá, tienes que entender que no puedo dejarlo todo cada vez que pasa algo.

Sentí una punzada de rabia mezclada con tristeza. ¿No era eso lo que hacíamos los padres? ¿Dejarlo todo por los hijos?

En el pueblo todos murmuran. «Las hijas son las que cuidan», dicen las vecinas en la plaza. «Los hijos se olvidan». Yo no quería creerlo. Siempre pensé que mis hijos varones serían tan cariñosos como las niñas. Pero ahora veo cómo las tradiciones pesan más de lo que imaginaba.

Una tarde de invierno, Pilar llegó con su hija pequeña y me encontró llorando en la cocina.

—Mamá, ¿qué te pasa?

No pude evitarlo:

—Me siento invisible para tus hermanos. Como si ya no importara.

Pilar me abrazó fuerte:

—Tú nos importas mucho, mamá. Pero ellos… no sé qué les pasa. Quizá es cosa de hombres, o quizá no saben cómo enfrentarse a la vejez.

Esa noche no dormí. Pensé en mi propia madre, cómo la cuidé hasta el final sin dudarlo ni un segundo. Pensé en todas las veces que renuncié a mis sueños para sacar adelante a mis hijos: las tardes cosiendo para otras familias, los inviernos sin calefacción para ahorrar, los veranos sin vacaciones porque había que pagar libros y uniformes.

Un domingo cualquiera, Sergio vino a casa con su mujer y sus hijos. Todo parecía normal hasta que le pedí ayuda para mover un mueble.

—¿Ahora? —resopló—. Venimos a comer y a pasar un rato tranquilo, no a trabajar.

Su mujer me miró con desaprobación y sentí cómo me ardían las mejillas de vergüenza.

Después de comer se marcharon deprisa. Me quedé recogiendo los platos sola mientras Antonio dormitaba en el sillón. Me pregunté si algún día mis nietos también se olvidarían de mí.

La relación con mis hijos se ha ido enfriando tanto que a veces pasan semanas sin saber nada de ellos. Cuando llamo a Mateo, el pequeño, siempre tiene prisa:

—Mamá, estoy en una reunión. Te llamo luego.

Pero ese «luego» nunca llega.

En cambio Lucía me escucha durante horas por teléfono:

—Mamá, tienes derecho a sentirte así. Pero no te encierres en el dolor. Habla con ellos, diles lo que sientes.

He intentado hablarlo con Antonio pero él solo suspira:

—Son otros tiempos, Carmen. Antes los hijos se quedaban cerca; ahora cada uno va a lo suyo.

A veces pienso que quizá les protegí demasiado cuando eran pequeños. Que les quité responsabilidades pensando que así serían más felices. ¿Fue un error?

El otro día vi a mi vecina Rosario en la farmacia. Ella también tiene tres hijos varones y una hija.

—¿Sabes qué? —me dijo— Al final solo viene mi hija a verme. Los chicos ni se acuerdan del cumpleaños.

Nos reímos para no llorar.

En las noches largas de insomnio repaso mi vida como quien hojea un álbum de fotos antiguo: los cumpleaños llenos de risas, las Navidades todos juntos alrededor de la mesa… ¿Dónde quedó esa familia? ¿Por qué ahora solo quedamos Antonio y yo en esta casa demasiado grande?

A veces fantaseo con irme a vivir con Lucía a Madrid o con Pilar al pueblo vecino. Pero no quiero ser una carga para ellas tampoco.

Hoy he decidido escribir esta historia porque sé que no soy la única madre española que se siente así: invisible para sus propios hijos varones mientras las hijas cargan con todo el peso familiar. ¿Es justo? ¿Es culpa nuestra por haber criado así? ¿O es simplemente el mundo cambiando demasiado rápido para nosotras?

Me gustaría saber si otras madres sienten este vacío, esta mezcla de orgullo y decepción. ¿Qué haríais vosotras? ¿Cómo se aprende a dejar ir cuando el corazón aún espera una llamada?