Tres corazones en una noche: El parto que cambió mi vida

—¡No puede ser! —grité, mientras la enfermera, con los ojos muy abiertos, salía corriendo del paritorio. El sudor me caía por la frente y sentía el corazón desbocado. Había llegado al hospital de Salamanca convencida de que esa noche nacería mi hija Lucía, la primera. Todo estaba preparado: la cuna en casa, los bodys rosas, el peluche que me regaló mi madre. Pero cuando escuché a la ginecóloga murmurar algo sobre «latidos adicionales», supe que nada sería como lo había planeado.

Mi marido, Álvaro, entró corriendo en la sala, pálido como una sábana. —¿Qué pasa? ¿Está bien la niña? —preguntó, agarrándome la mano con fuerza. Yo solo pude mirarle con lágrimas en los ojos. Nadie nos había hablado nunca de la posibilidad de trillizos. Ni en las ecografías, ni en las revisiones. Nada. Y ahora, en medio de la noche, rodeada de luces frías y voces apresuradas, sentí que el suelo se abría bajo mis pies.

El parto fue un torbellino de gritos, órdenes y manos enguantadas. Primero llegó Lucía, llorando con fuerza. Luego apareció Mateo, tan pequeño que temí que no respirara. Y por último, Inés, silenciosa y frágil como un suspiro. Cuando los vi alineados en la incubadora, sentí una mezcla de amor feroz y un miedo paralizante. ¿Cómo iba a cuidar de tres bebés? ¿Cómo iba a quererlos igual? ¿Y si no podía?

Las primeras horas fueron un caos. Álvaro no paraba de pasear por el pasillo del hospital, hablando por teléfono con su madre, con mi hermana Carmen, con cualquiera que pudiera darnos una solución mágica. Yo solo quería dormir y despertar en mi antigua vida, donde todo era previsible y seguro. Pero cada vez que miraba a mis hijos, sentía una punzada de culpa por desear algo tan egoísta.

Cuando llegamos a casa, la realidad nos golpeó con fuerza. Mi madre intentó ayudar todo lo que pudo, pero tenía su propio trabajo y una salud delicada. Carmen venía por las tardes a bañar a los niños y a prepararnos algo de comer. Pero las noches… Las noches eran un infierno de llantos encadenados, biberones y pañales interminables.

Álvaro empezó a distanciarse. Se quedaba más horas en la oficina y cuando llegaba a casa apenas hablaba. Una noche, mientras yo intentaba dormir entre dos tomas, le oí murmurar al otro lado del pasillo:

—Esto no era lo que habíamos planeado…

Me dolió más que cualquier desvelo o dolor físico. Sentí que me estaba quedando sola en medio de una tormenta imposible de capear. Empecé a dudar de mí misma: ¿y si no era suficiente? ¿Y si mis hijos merecían una madre más fuerte?

Una tarde, después de una discusión amarga sobre quién debía levantarse a dar el siguiente biberón, Álvaro se fue dando un portazo. Me quedé sentada en el suelo del salón, rodeada de juguetes sin estrenar y ropa diminuta por doblar. Lloré hasta quedarme sin lágrimas.

Al día siguiente, Carmen vino antes de lo habitual y me encontró hecha un ovillo en el sofá.

—Marta —me dijo—, tienes derecho a estar cansada y enfadada. Pero no puedes hacerlo sola. Déjate ayudar.

No sé si fue su voz o el modo en que me abrazó, pero algo dentro de mí se rompió y se recompuso al mismo tiempo. Empecé a aceptar ayuda: de mi madre, de Carmen, incluso de las vecinas del bloque que se turnaban para traerme tuppers o quedarse un rato con los niños mientras yo me duchaba.

Poco a poco, Álvaro también empezó a volver. Una noche le encontré sentado junto a la cuna de Inés, acariciándole la cabeza mientras ella dormía.

—Lo siento —susurró—. Me asusté mucho… No sabía si iba a poder ser buen padre para tres.

Le cogí la mano y lloramos juntos en silencio. No teníamos respuestas ni soluciones mágicas, pero al menos estábamos juntos en el mismo barco.

Los meses pasaron entre rutinas agotadoras y pequeños milagros cotidianos: la primera sonrisa de Lucía, los balbuceos de Mateo, el primer diente de Inés. Aprendí a amar el caos y a reírme del cansancio. Aprendí que la perfección no existe y que los planes pueden saltar por los aires en cualquier momento.

Hoy mis hijos tienen dos años y corren por el parque del barrio como si siempre hubieran estado destinados a estar juntos. Álvaro y yo seguimos aprendiendo cada día cómo ser padres y pareja al mismo tiempo. No somos los mismos que entraron aquella noche al hospital; somos más frágiles pero también más fuertes.

A veces me pregunto: ¿qué habría pasado si solo hubiera nacido Lucía? ¿Sería más feliz? ¿Más tranquila? Pero entonces veo a mis tres hijos abrazados en el sofá y sé que no cambiaría nada.

¿Y vosotros? ¿Alguna vez habéis sentido que la vida os desbordaba hasta romperos? ¿Qué os ayudó a seguir adelante cuando todo parecía perdido?