Un cachorro en la herida: el regalo de Natan y el secreto de nuestra familia
—¡Abuela, abre la puerta! —gritó Natan desde el portal, su voz temblorosa y ansiosa, como si temiera que no le dejara entrar.
Era una tarde de noviembre, de esas en las que la lluvia golpea los cristales y el silencio pesa más que nunca. Desde que murió Julián, mi marido, la casa se había llenado de ecos y ausencias. Me levanté del sillón, con las rodillas protestando, y abrí la puerta. Natan estaba empapado, con una caja de cartón en los brazos. De ella asomaba un hocico diminuto y unos ojos negros como aceitunas.
—Te he traído un regalo, abuela —dijo, intentando sonreír—. Para que no estés tan sola.
No supe qué decir. El cachorro gimoteó y movió la cola. Sentí una punzada en el pecho: ternura y miedo a partes iguales. ¿Cómo iba a cuidar de otro ser vivo si apenas podía cuidar de mí misma?
—Natan, hijo… —empecé, pero él ya había entrado en el salón y dejado la caja sobre la alfombra.
—Mira qué bonito es. Se llama Duque. Bueno, puedes cambiarle el nombre si quieres —añadió, nervioso—. Mamá dice que te vendrá bien tener compañía.
La mención de mi hija, Lucía, me hizo apretar los labios. Desde el entierro de Julián apenas hablábamos. Ella se había marchado a Madrid hacía años, y aunque venía en Navidad y en verano, siempre había una distancia entre nosotras que ni los abrazos lograban acortar.
—¿Y tu madre sabe que has venido? —pregunté, intentando sonar amable.
Natan bajó la mirada.
—No exactamente… Pero ella también está preocupada por ti. Todos lo estamos.
Me senté junto a la caja y acaricié al cachorro. Era suave y cálido, y por un momento sentí que el vacío de la casa se llenaba de vida. Pero también sentí miedo: miedo a encariñarme, miedo a perder otra vez.
Esa noche apenas dormí. Duque lloraba en su mantita y yo me levantaba cada hora para consolarlo. Recordé cuando Lucía era pequeña y se despertaba con pesadillas; cómo Julián la acunaba hasta que volvía a dormirse. Me pregunté si alguna vez volvería a sentirme tan necesaria para alguien.
A la mañana siguiente, Lucía llamó por teléfono. Su voz era fría, casi cortante.
—¿Qué ha hecho Natan? —preguntó sin saludar.
—Me ha traído un cachorro —respondí, intentando sonar alegre—. Es precioso.
—¡Pero mamá! ¿Cómo se le ocurre? ¿Y si te caes? ¿Y si te muerde? ¿Quién va a sacarlo a pasear?
Sentí cómo la rabia me subía por dentro.
—No soy una inútil, Lucía. Todavía puedo cuidar de un perro.
—No es eso… Es que no quiero que te pase nada —dijo ella, pero su tono era más de reproche que de preocupación.
Colgamos sin despedirnos. Me quedé mirando a Duque, que mordisqueaba una zapatilla vieja de Julián. Me di cuenta de que no era el perro lo que molestaba a Lucía: era yo, era mi forma de aferrarme al pasado, de no saber soltar.
Los días pasaron entre paseos cortos por el barrio y visitas inesperadas de vecinos curiosos. Algunos me felicitaban por tener compañía; otros murmuraban que estaba demasiado mayor para esas cosas. Yo intentaba ignorarlos, pero cada vez que Duque tiraba de la correa o ladraba demasiado fuerte, sentía las miradas clavadas en la espalda.
Una tarde, mientras recogía el correo del buzón, encontré una carta sin remitente. La abrí temblando y reconocí la letra de mi hermana Carmen, con quien no hablaba desde hacía años:
«Querida Ana:
He sabido por los vecinos que tienes un perro nuevo. Me alegro por ti. Ojalá hubiéramos tenido uno cuando éramos niñas; quizá así mamá habría sido menos dura con nosotras…»
Leí la carta una y otra vez. Carmen hablaba del pasado como si fuera ayer: las peleas por la herencia de nuestros padres, los silencios en las comidas familiares, el día en que Julián me pidió matrimonio y ella se marchó llorando sin decir adiós.
Esa noche soñé con mi infancia: con Carmen escondida bajo la mesa mientras mamá gritaba; con Julián prometiéndome que todo iría bien; con Lucía pequeña, preguntando por qué su tía nunca venía a verla.
Al despertar, Duque lamía mis lágrimas. Lo abracé fuerte y sentí que algo dentro de mí se rompía y se recomponía al mismo tiempo.
Decidí llamar a Carmen. Al principio no contestó. Insistí durante días hasta que finalmente escuché su voz al otro lado del teléfono:
—¿Ana?
—Sí… Soy yo. Quería darte las gracias por tu carta —dije, con un nudo en la garganta—. Y pedirte perdón por todo lo que pasó.
Hubo un silencio largo, pesado como una losa.
—Yo también lo siento —susurró ella—. ¿Crees que podríamos empezar de nuevo?
Lloramos juntas al teléfono mientras Duque ladraba en el fondo, como si celebrara nuestra reconciliación.
Poco a poco, las cosas empezaron a cambiar. Lucía vino a visitarme más a menudo; incluso se animó a pasear a Duque conmigo por el parque del Retiro cuando vino en Semana Santa. Natan se convirtió en mi cómplice: juntos enseñamos trucos al perro y cocinamos bizcochos los domingos.
Pero no todo fue fácil. Hubo discusiones: sobre quién cuidaría de Duque si yo enfermaba; sobre si debía mudarme con Lucía a Madrid; sobre el testamento de Julián y las viejas rencillas familiares que nunca terminan de cerrarse del todo.
Una tarde de verano, mientras veía a Duque correr tras una pelota en el jardín, pensé en todo lo que había perdido… y en todo lo que había recuperado gracias a ese pequeño animalito. La soledad seguía ahí, como una sombra persistente; pero ya no era tan fría ni tan amarga.
A veces me pregunto si realmente se puede curar la soledad sin herir a quienes amamos. ¿Es posible empezar de nuevo cuando las heridas son tan profundas? ¿O solo aprendemos a vivir con ellas, como quien aprende a caminar con una vieja cicatriz?