Un mensaje equivocado y el eco de la soledad: El día que mi hogar se rompió

—¿Quién es Sergio? —La voz de Alejandro retumbó en el pasillo, tan fría y cortante como el viento que se colaba por la rendija de la ventana. Yo estaba en la cocina, con las manos aún mojadas de fregar los platos, cuando escuché su pregunta. No supe qué decir. El móvil vibraba sobre la mesa, la pantalla iluminada con ese mensaje que nunca debió llegar a mi teléfono.

Me quedé paralizada. «Gracias por la noche de ayer. No dejo de pensar en ti. S.»

No era para mí. Lo supe en cuanto lo leí, pero Alejandro no me dio tiempo a explicarme. Sus ojos, normalmente cálidos, ahora eran dos pozos oscuros llenos de rabia y decepción.

—¿Me lo vas a negar? —insistió, alzando la voz.

—Alejandro, por favor, déjame explicarte… —intenté acercarme, pero él retrocedió como si mi sola presencia le quemara.

—¡No quiero escucharte! —gritó—. ¿Cuánto tiempo llevas engañándome?

Sentí cómo el suelo desaparecía bajo mis pies. Nuestra historia, tan sencilla y honesta hasta ese momento, se desmoronaba ante mis ojos. Recordé nuestro primer encuentro en la universidad de Salamanca, las tardes paseando por la Plaza Mayor, los cafés compartidos en aquel bar diminuto donde siempre discutíamos sobre cine español. Todo eso parecía tan lejano ahora.

—Alejandro, te juro que no sé quién es ese Sergio. Ese mensaje no era para mí —supliqué, con la voz rota.

Él me miró con una mezcla de dolor y desprecio. Cogió su chaqueta del perchero y, sin decir nada más, salió dando un portazo que hizo temblar los cuadros del pasillo. Me desplomé en el suelo, abrazando mis rodillas, mientras las lágrimas caían sin control.

Pasaron horas antes de que pudiera moverme. Llamé a mi hermana Lucía entre sollozos. Ella llegó enseguida, trayendo consigo una manta y una caja de galletas María.

—¿Qué ha pasado? —me preguntó mientras me abrazaba.

Le conté todo: el mensaje, la reacción de Alejandro, mi impotencia. Lucía me escuchó en silencio, acariciándome el pelo como cuando éramos niñas y yo tenía pesadillas.

—¿Y si no vuelve? —pregunté con voz temblorosa.

—Dale tiempo —me dijo—. Si te quiere de verdad, volverá a escucharte.

Pero los días pasaron y Alejandro no volvió. Su ausencia llenaba cada rincón del piso: su taza favorita seguía en el fregadero, su colonia impregnaba las sábanas, y su guitarra descansaba muda junto al sofá. La familia empezó a preguntar. Mi madre me llamaba cada tarde desde Valladolid:

—¿Qué le pasa a Alejandro? ¿Por qué no viene a cenar los domingos?

No tenía fuerzas para contarle la verdad. En el trabajo fingía normalidad, pero mis compañeras notaban que algo iba mal.

Una tarde, mientras recogía la compra en el supermercado del barrio, me crucé con Marta, la vecina del tercero. Me miró con esa compasión incómoda que tanto detesto.

—¿Estás bien? —preguntó bajando la voz.

Asentí sin convicción. La noticia ya corría por el edificio: «Alejandro se ha ido de casa».

La soledad se volvió mi única compañía. Empecé a revisar una y otra vez el mensaje maldito, buscando alguna pista que pudiera demostrar mi inocencia. Finalmente, descubrí que el número pertenecía a una tal Sara, una antigua compañera del instituto que había cambiado de número recientemente y me había escrito por error. Conseguí contactar con ella y me confirmó todo:

—Perdona, Isabel —me dijo por teléfono—. Ese mensaje era para mi novio Sergio. Me equivoqué al escribir el número.

Sentí alivio y rabia al mismo tiempo. ¿Cómo podía algo tan absurdo destruir tantos años de amor?

Decidí buscar a Alejandro para contarle la verdad. Fui a casa de sus padres en Ávila; su madre me recibió con lágrimas en los ojos.

—No quiere hablar con nadie —me dijo—. Está destrozado.

Le dejé una carta explicándole todo: cómo había sucedido el error, cómo había comprobado la verdad… Le pedí que volviera a casa o al menos me diera la oportunidad de hablar cara a cara.

Pasaron semanas sin respuesta. Cada día era una lucha contra la desesperanza. Mis amigas intentaban animarme:

—Sal con nosotras este viernes —insistía Carmen—. No puedes quedarte encerrada para siempre.

Pero yo solo quería volver atrás en el tiempo, a esa noche antes del mensaje fatídico.

Una tarde lluviosa de noviembre, Alejandro apareció en casa sin avisar. Llevaba barba de varios días y los ojos hinchados de tanto llorar.

—He leído tu carta —dijo sin mirarme directamente—. Y he hablado con Sara…

El silencio era tan denso que costaba respirar.

—No sé si puedo perdonar lo que sentí —continuó—. No fue solo el mensaje… Fue darme cuenta de lo frágil que es todo esto.

Me acerqué despacio y le tomé la mano.

—Alejandro… yo solo te pido que confíes en mí otra vez.

Él suspiró y se dejó caer en el sofá. Nos quedamos así mucho tiempo, sin hablar, solo compartiendo el dolor y la nostalgia de lo que habíamos perdido.

No sé si algún día volveremos a ser los mismos. La herida sigue ahí, recordándonos lo fácil que es perderlo todo por un malentendido y lo difícil que es reconstruir la confianza cuando se ha roto.

A veces me pregunto: ¿Cuántas parejas han caído por culpa de un simple error? ¿Merece la pena dejarlo todo atrás sin escuchar primero al otro? ¿Y vosotros? ¿Perdonaríais o dejaríais que el orgullo os separara para siempre?