Una casa dividida: El precio del orgullo y los prejuicios
—¿Sabes qué, Lucía? Si no fuera por mis padres, ahora mismo estaríamos en un piso de alquiler en Vallecas, y no aquí —escupió Álvaro, con la copa de vino temblando entre sus dedos.
El cuchillo se me quedó clavado en el aire, a medio camino entre el plato y mi boca. Mi madre, sentada a mi derecha, bajó la mirada al mantel de cuadros rojos y blancos, como si pudiera esconderse entre las migas de pan. Mi padre se aclaró la garganta, incómodo. El silencio era tan denso que podía cortarse con ese mismo cuchillo.
—¿Eso piensas? —pregunté, sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta—. ¿Que todo lo que tenemos es gracias a tus padres?
Álvaro no respondió. Su madre, doña Carmen, apretó los labios y miró hacia otro lado. Su padre, don Manuel, se sirvió más vino. Mi hermana pequeña, Marta, jugaba con el móvil bajo la mesa, ajena o fingiendo estarlo.
Recordé entonces las tardes en casa de mis padres en Alcorcón: mi madre cosiendo cortinas para sacar un dinero extra, mi padre trabajando horas extra en la fábrica. Nunca tuvimos lujos, pero tampoco nos faltó nada. Cuando compramos este piso en Chamberí, mis suegros nos ayudaron con la entrada. Mis padres solo pudieron regalarnos una vajilla antigua y un sobre con 500 euros ahorrados durante meses. Pero era todo lo que tenían.
—No es justo —susurré—. Mis padres también han hecho sacrificios por nosotros.
Álvaro bufó.
—No compares, Lucía. No es lo mismo.
Sentí cómo se me rompía algo por dentro. ¿No es lo mismo? ¿El dinero vale más que el esfuerzo? ¿Que el amor?
Mi madre se levantó para recoger los platos. La seguí a la cocina, donde el olor a cocido madrileño aún flotaba en el aire.
—Mamá, lo siento —dije, con lágrimas en los ojos.
Ella me abrazó fuerte.
—No te preocupes, hija. Cada uno da lo que puede. Lo importante es que os queréis.
Pero yo ya no estaba tan segura. Volví al comedor y me senté frente a Álvaro. Nos miramos como dos desconocidos.
—¿De verdad piensas que sin tus padres yo no valgo nada? —le pregunté en voz baja.
Él apartó la mirada.
—No he dicho eso… Solo que… Es la realidad. Mis padres han trabajado duro para darnos esto.
—¿Y los míos no? —repliqué—. ¿O solo cuenta si tienes dinero?
La tensión era insoportable. Don Manuel intervino:
—Lucía, hija, no te lo tomes así. Álvaro solo quiere decir que hay que ser agradecidos.
—¿Agradecidos? —me reí sin humor—. Yo también soy agradecida. Pero no voy a permitir que nadie menosprecie a mi familia.
Marta levantó la vista del móvil:
—¿Podemos cenar tranquilos una vez en la vida?
La cena terminó en silencio. Mis padres se marcharon pronto; mi madre me besó en la frente y mi padre me apretó la mano con fuerza. Cuando cerré la puerta tras ellos, sentí una soledad helada.
Esa noche apenas dormí. Álvaro roncaba a mi lado como si nada hubiera pasado. Yo repasaba cada palabra, cada gesto. Recordé cuando nos conocimos en la universidad complutense: él era brillante, seguro de sí mismo; yo venía de un barrio humilde y siempre sentí que tenía que demostrar algo más.
A la mañana siguiente, desayunamos en silencio. Álvaro hojeaba El País; yo removía el café sin probarlo.
—¿Vas a estar enfadada todo el día? —preguntó al fin.
—No estoy enfadada —mentí—. Estoy decepcionada.
Él suspiró.
—Lucía… No quería hacerte daño. Pero es verdad: sin mis padres no tendríamos este piso ni este coche ni este estilo de vida.
—¿Y eso te hace mejor que yo? ¿O que mis padres?
Se quedó callado. Me levanté y salí de casa dando un portazo.
Caminé por las calles de Madrid sin rumbo fijo. Vi parejas discutiendo en terrazas, madres regañando a sus hijos en el parque, abuelos paseando despacio bajo el sol de primavera. Todos parecían tener sus propios problemas, pero ninguno tan grande como el mío en ese momento.
Me senté en un banco y llamé a mi madre.
—Mamá… ¿Tú alguna vez te sentiste menos por no tener dinero?
Ella tardó en responder.
—A veces sí —admitió—. Pero luego miraba a mi alrededor y veía lo que tenía: una familia unida, salud… Eso vale más que cualquier cuenta bancaria.
Colgué y me quedé mirando el cielo azul entre los edificios antiguos. ¿Por qué nos cuesta tanto valorar lo que realmente importa?
Volví a casa al atardecer. Álvaro estaba sentado en el sofá, mirando su móvil. Me senté a su lado.
—Tenemos que hablar —dije—. No quiero que esto nos separe. Pero tampoco puedo seguir sintiéndome menospreciada por tu familia… ni por ti.
Él asintió lentamente.
—Lo siento, Lucía. A veces olvido lo mucho que has luchado tú también… Y tus padres. Prometo intentar cambiar eso.
Nos abrazamos largo rato, pero supe que quedaban heridas por sanar.
Esa noche escribí una carta a mis padres agradeciéndoles todo lo que habían hecho por mí. Y otra a mí misma, recordándome que mi valor no depende del dinero ni del reconocimiento ajeno.
A veces me pregunto: ¿Cuántas familias españolas viven divididas por el orgullo y los prejuicios? ¿Cuántas veces dejamos que el dinero pese más que el amor? ¿Y vosotros? ¿Habéis sentido alguna vez esa herida invisible entre lo material y lo emocional?