Una cena cualquiera, ¿o el principio del fin?

—Es solo una cena, ¿qué más da?—. Las palabras de Mateo rebotaron en las paredes de la cocina como un eco cruel. Yo estaba de pie, con las manos aún húmedas del agua jabonosa, mirando la pila de platos que parecía multiplicarse cada noche. Él, sentado en la mesa, hojeaba el periódico deportivo como si nada.

Sentí cómo la rabia me subía por la garganta. No era solo la cena. No era solo esa noche. Era cada compra, cada uniforme planchado, cada cita médica de los niños, cada cumpleaños recordado, cada llamada a su madre para preguntarle por su tensión. Era todo eso y más. Pero para él, era solo una cena.

—¿Sabes qué, Mateo?—dije con voz temblorosa—. Hoy no hay cena. Hazte un bocadillo o pide una pizza. Yo me voy a dar un paseo.

Él levantó la vista, sorprendido, como si le hubiera hablado en chino. —¿Te pasa algo?—preguntó, con ese tono paternalista que tanto detesto.

No contesté. Cogí mi abrigo y salí al portal. El aire de Madrid en marzo es frío y húmedo, pero me sentía arder por dentro. Caminé sin rumbo por las calles del barrio de Chamberí, repasando mentalmente cada vez que había dejado mis cosas para ocuparme de las suyas, cada vez que había cedido «por no discutir».

Recordé a mi madre, a la abuela Carmen, siempre en la cocina, siempre con la sonrisa puesta aunque por dentro estuvieran agotadas. «Así son las cosas», decían. Pero yo ya no quería que así fueran.

Cuando volví a casa, los niños ya estaban dormidos y Mateo veía la tele en silencio. No dijo nada cuando entré en el dormitorio. Me tumbé boca arriba y sentí el peso invisible de los años sobre el pecho.

A la mañana siguiente, mientras preparaba el desayuno para los niños, Mateo apareció en la cocina. —¿Vas a seguir enfadada por lo de anoche?—

Le miré fijamente. —No estoy enfadada. Estoy cansada.—

Él frunció el ceño. —¿Cansada de qué? Si yo también trabajo mucho.—

—No es lo mismo—le respondí—. Tú sales del trabajo y desconectas. Yo nunca desconecto. Siempre hay algo pendiente: la comida, los deberes, la ropa… Y ni siquiera te das cuenta.—

Mateo suspiró y se encogió de hombros. —No será para tanto.—

Esa frase fue la gota que colmó el vaso.

Esa tarde, cuando llegué del trabajo (porque sí, también trabajo fuera de casa), me senté con mis hijos, Lucía y Sergio, y les expliqué que esa semana papá se encargaría de todo: comidas, deberes, lavadoras… Yo solo haría lo mío.

Mateo se quedó boquiabierto. —¿Pero qué dices? ¿Y si no sé hacerlo?—

—Aprenderás—le dije—. Como aprendí yo.—

Los primeros días fueron un desastre: la pasta pasada, los uniformes sin planchar, los tuppers olvidados en la mochila. Los niños protestaban y Mateo se desesperaba.

Una noche le oí llorar bajito en el baño. Me partió el alma, pero no fui a consolarle. Tenía que entenderlo por sí mismo.

El viernes por la tarde vino mi suegra a casa y al ver el caos preguntó: —¿Qué está pasando aquí?—

Mateo bajó la cabeza y murmuró: —Estoy intentando hacer lo que hace Ariana todos los días.—

Su madre me miró con reproche, pero yo mantuve la mirada firme.

El domingo por la noche, después de acostar a los niños (por fin con los pijamas limpios), Mateo se sentó a mi lado en el sofá.

—Lo siento—me dijo—. No tenía ni idea de todo lo que hacías.—

Sentí ganas de llorar y reír al mismo tiempo.

—No quiero que me des las gracias—le respondí—. Solo quiero que compartamos esto de verdad.—

Él asintió y me cogió la mano.

Desde entonces las cosas no son perfectas, pero han cambiado. Ahora Mateo cocina dos veces por semana y lleva a los niños al médico cuando hace falta. A veces se olvida de algo y nos reímos juntos. Otras veces discutimos, pero ya no me siento invisible.

A veces me pregunto cuántas mujeres habrá como yo en España, cuántas cenas «sin importancia» han sido el principio de una revolución silenciosa en miles de hogares.

¿De verdad es tan difícil entendernos? ¿Cuántos Mateos necesitan pasar por esto para abrir los ojos?