Volver a Casa con el Hombre que Amo: El Día que Mi Hijo Me Cerró la Puerta
—¿Por qué has tenido que traerlo aquí, mamá? —La voz de Sergio retumbó en el pasillo, tan fría como el mármol del suelo bajo mis pies.
Me quedé quieta, con las llaves aún en la mano y la maleta de Luis a mi lado. Había imaginado este momento cientos de veces durante el viaje en AVE desde Valencia, pero nunca así: la puerta apenas abierta, mi hijo mirándome como si fuera una extraña y Luis, mi pareja, apretando mi mano con fuerza, intentando transmitirme un valor que en ese instante sentí perder.
—Sergio, cariño, solo quiero que conozcas a Luis. Es importante para mí —intenté sonreír, pero mi voz tembló.
Luis, siempre tan sereno, dio un paso adelante. —Encantado, Sergio. Tu madre me ha hablado mucho de ti.
Sergio ni siquiera le devolvió el saludo. Se giró hacia el salón y murmuró: —Haz lo que quieras, mamá. Como siempre.
Sentí una punzada en el pecho. ¿Cómo podía doler tanto una sola frase? Cerré la puerta tras de mí y avancé por el pasillo, cada paso más pesado que el anterior. La casa olía a café y a colonia barata; Sergio había estado aquí solo durante semanas mientras yo me escapaba a vivir mi historia de amor tardía con Luis en la costa. Pensé que le haría ilusión verme feliz, pero ahora todo parecía un error.
Luis dejó la maleta junto al perchero y me miró con esos ojos grises que tantas veces me habían calmado. —¿Quieres que me vaya? —susurró.
Negué con la cabeza. No podía volver a esconderme. Había pasado demasiados años fingiendo ser solo madre, olvidando que también era mujer.
En la cocina, Sergio se sirvió un vaso de agua sin mirarnos. Tenía 28 años y aún vivía conmigo desde que su padre nos dejó por una mujer más joven. Siempre pensé que era cuestión de tiempo que encontrara su camino, pero ahora veía en sus ojos una mezcla de rabia y miedo.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? —preguntó de repente, rompiendo el silencio.
Me senté frente a él. —Quería estar segura de que esto era real. No quería confundirte ni hacerte daño.
—¿Y ahora qué? ¿Vais a vivir aquí los dos? ¿Y yo qué? —Su voz se quebró al final.
Luis intervino con suavidad: —No queremos desplazarte, Sergio. Solo queremos compartir contigo esta nueva etapa.
Sergio se levantó bruscamente. —No necesito un padre nuevo. Y tú tampoco necesitas jugar a las familias felices a estas alturas.
La puerta del baño se cerró de golpe. Me quedé mirando mis manos, temblorosas sobre la mesa. Luis se acercó y me abrazó por detrás.
—Dale tiempo —susurró—. Es mucho para él.
Pero yo no podía dejar de pensar en todas las veces que había antepuesto sus necesidades a las mías: los cumpleaños sin regalos porque no llegábamos a fin de mes, las noches en vela cuando tenía fiebre, los años trabajando en dos empleos para pagarle la universidad. ¿Acaso no tenía derecho ahora a buscar mi propia felicidad?
Esa noche apenas dormí. Escuchaba los pasos de Sergio por el pasillo, su respiración agitada tras la puerta cerrada. Luis intentó convencerme de irnos a un hotel, pero me negué. Esta era mi casa también.
A la mañana siguiente, encontré a Sergio desayunando en silencio. Me senté frente a él y le hablé con el corazón en la mano:
—Sé que esto es difícil para ti. Pero necesito que entiendas que Luis no viene a sustituir a nadie. Solo quiero ser feliz… y me gustaría que tú también lo fueras.
Sergio bajó la mirada. —No sé si puedo aceptar esto ahora mismo.
—No te pido que lo aceptes hoy —le respondí—. Solo que lo intentes.
Luis se acercó y le tendió la mano otra vez. Esta vez, Sergio dudó… pero finalmente la estrechó, aunque sin mirarle a los ojos.
Durante las semanas siguientes, la convivencia fue tensa. Sergio evitaba a Luis todo lo posible; yo sentía cómo mi corazón se partía cada vez que los veía cruzarse sin hablarse. Mis amigas del barrio me decían que era normal, que los hijos nunca quieren vernos rehacer nuestras vidas, pero yo no podía resignarme.
Un domingo por la tarde, mientras preparaba una tortilla de patatas para cenar, escuché a Sergio hablando por teléfono en su habitación:
—No sé qué hacer… No quiero perderla, pero tampoco puedo soportar verle aquí…
Me apoyé contra la pared y lloré en silencio. ¿Era egoísta por querer ser feliz? ¿O era Sergio quien no sabía soltarme?
Esa noche, después de cenar en un silencio incómodo, Luis se levantó y dijo:
—Voy a dar un paseo.
Cuando salió, Sergio me miró por fin a los ojos:
—¿Le quieres tanto?
Asentí sin dudarlo. —Sí. Pero también te quiero a ti. No tienes por qué elegir entre uno u otro.
Sergio suspiró y se frotó los ojos como cuando era niño y tenía miedo de las pesadillas.
—Me da miedo quedarme solo —confesó al fin—. Me da miedo que te olvides de mí.
Me acerqué y le abracé fuerte. —Nunca voy a dejar de ser tu madre. Pero también soy mujer… y merezco vivir esta parte de mi vida.
Poco a poco, Sergio empezó a abrirse. Un día le vi charlando con Luis sobre fútbol; otro día le pidió ayuda para arreglar el grifo del baño. No fue fácil ni rápido, pero algo empezó a cambiar entre nosotros tres.
Hoy miro atrás y pienso en todo lo que arriesgué por amor: la comodidad de una rutina solitaria, la tranquilidad de no molestar a nadie… Pero también gané algo: el derecho a ser feliz sin pedir permiso.
¿Hasta qué punto debemos sacrificar nuestra felicidad por los demás? ¿Cuándo es el momento de pensar en nosotras mismas? Me gustaría saber qué haríais vosotras si estuvierais en mi lugar.