Cuando el amor de madre lo consume todo: una amistad al borde del abismo

—No puedo más, Marta. No puedo más —me susurró mi marido, Sergio, mientras recogíamos los platos de la cena. La voz le temblaba, y yo sentí cómo se me encogía el estómago. Afuera, en el salón, Ana reía fuerte mientras su hija Lucía, de apenas tres años, volcaba otra vez el zumo sobre la alfombra nueva.

No era la primera vez. Desde que Ana fue madre, cada encuentro era una prueba de paciencia. Antes, nuestras cenas eran largas conversaciones sobre libros, política o las últimas noticias de la ciudad. Ahora, todo giraba en torno a Lucía: sus dibujos, sus canciones, sus rabietas. Ana no podía dejar de hablar de ella ni un minuto. Y si intentábamos cambiar de tema, ella volvía a sacar una foto, un vídeo, una anécdota.

—¿Te acuerdas cuando íbamos al Retiro a ver las barcas? —intenté decirle una tarde en el parque.
—¡Claro! Pero ahora Lucía prefiere los columpios —me interrumpió Ana, sin mirarme siquiera. Estaba demasiado ocupada grabando a su hija mientras se tiraba por el tobogán.

Al principio pensé que era normal. La maternidad cambia a las personas, me repetía. Pero pronto empecé a sentirme invisible. Si le contaba algo sobre mi trabajo o sobre Sergio, Ana apenas asentía y enseguida volvía a hablar de Lucía: que si no dormía bien, que si había dicho una palabra nueva, que si tenía que apuntarla ya a inglés porque “los niños ahora tienen que ser bilingües desde pequeños”.

Una noche, después de otra cena caótica en casa —Lucía gritando porque no quería cenar, Ana justificando cada berrinche— Sergio explotó:

—Ana, ¿no crees que deberíamos dejar a Lucía jugar sola un rato? Así podemos hablar los adultos.

El silencio fue brutal. Ana me miró como si la hubiera traicionado. Yo sentí una punzada de culpa y otra de alivio. Por fin alguien decía en voz alta lo que yo llevaba meses sintiendo.

—¿Te molesta mi hija? —preguntó Ana con voz fría.
—No es eso… —intenté explicar—. Es solo que echo de menos nuestras charlas. Siento que ya no hablamos de nada más.

Ana se levantó bruscamente y empezó a recoger las cosas de Lucía.
—Si os molesta mi hija, nos vamos. No quiero estar donde no somos bienvenidas.

Esa noche no dormí. Sergio intentó consolarme:
—No eres mala amiga por querer tu espacio. Ana tiene que entender que no todo puede girar en torno a Lucía.

Pero yo solo podía pensar en los años compartidos: los veranos en Cádiz, las tardes de cine, las confidencias sobre nuestros padres y nuestros miedos. ¿Cómo podía haberse roto todo tan rápido?

Pasaron semanas sin saber nada de Ana. Yo la llamaba y no contestaba. Le escribía mensajes y solo recibía respuestas secas: “Estamos bien”. Empecé a obsesionarme con lo que había hecho mal. ¿Era yo egoísta? ¿No entendía lo suficiente lo que significa ser madre?

Un día me crucé con su hermana, Carmen, en el supermercado.
—Ana está muy dolida —me dijo—. Dice que la habéis juzgado por querer estar con su hija.
—Solo queríamos recuperar un poco nuestra amistad —le respondí casi llorando—. Siento que la he perdido para siempre.

Carmen suspiró:
—Ana siempre ha sido intensa… Pero ahora vive solo para Lucía. No sale con nadie más. Ni siquiera viene a las comidas familiares si no puede llevarla.

Me fui a casa con una mezcla de rabia y tristeza. ¿Dónde estaba la Ana que conocí? ¿La mujer divertida, apasionada por su trabajo en la editorial, la amiga leal?

Un mes después recibí un mensaje inesperado:
“¿Podemos hablar? Estoy en el parque con Lucía”.

Fui temblando. Cuando llegué, Ana estaba sentada en un banco, ojerosa y con el pelo recogido deprisa. Lucía jugaba sola en el arenero.

—Siento cómo reaccioné —me dijo Ana sin mirarme—. Es que… desde que nació Lucía siento que si no estoy pendiente de ella todo el tiempo, algo malo va a pasar. Me da miedo perderla… o perderme yo.

Me senté a su lado y le cogí la mano.
—Te echo de menos —le dije—. Pero también echo de menos a la Ana que era mi amiga, no solo la madre de Lucía.

Ana rompió a llorar.
—No sé cómo volver a ser esa persona —sollozó—. Todo el mundo espera que sea la madre perfecta… Y yo solo quiero sentirme yo otra vez.

Nos abrazamos largo rato mientras Lucía nos miraba desde lejos con curiosidad.

Desde entonces hemos intentado reconstruir nuestra amistad poco a poco. Hay días mejores y días peores. A veces siento que nunca volverá a ser igual; otras veces creo que estamos aprendiendo a conocernos de nuevo.

Ahora me pregunto: ¿Hasta dónde puede llegar el amor de una madre sin perderse a sí misma? ¿Y cuánto puede soportar una amistad antes de romperse para siempre? ¿Vosotros qué pensáis?