Cuando el silencio duele más que la enfermedad: Mi lucha por mi hijo y por no quedarme sola
—¿Por qué no estudiaste más, Lucía? Si hubieras pensado en tu futuro, ahora no estarías así —la voz de mi madre retumbó en la sala de espera del hospital, tan fría como las baldosas bajo mis pies.
No podía mirarla. Tenía los ojos fijos en la puerta doble que separaba a Mateo, mi hijo de cuatro meses, de mi mundo. El mundo que se había derrumbado en cuestión de días. Recuerdo perfectamente el momento en que todo cambió: una mañana cualquiera, su llanto era diferente, su piel más pálida. Corrimos al hospital y desde entonces, la palabra «leucemia» se convirtió en el eco constante de mis pensamientos.
Hasta ese día, yo era feliz. Había dejado la universidad para formar una familia con Sergio, mi marido. Mis padres, mi hermano Álvaro y mis amigas de toda la vida —Carmen, Pilar y Teresa— celebraron conmigo cada ecografía, cada patadita de Mateo. Me sentía invencible, protegida por el cariño de los míos y por la promesa de una vida sencilla pero plena.
Pero cuando Mateo enfermó, todo cambió. El primero en distanciarse fue Sergio. Al principio venía cada noche al hospital, pero pronto empezó a poner excusas: el trabajo, el cansancio, la presión. Una tarde, mientras yo sostenía la mano diminuta de nuestro hijo conectado a tubos y máquinas, Sergio me susurró:
—No sé si puedo con esto, Lucía. No es la vida que imaginé.
No respondí. No podía. Me limité a mirar cómo salía por la puerta, esperando que regresara. Pero cada vez tardaba más en volver.
Mis amigas dejaron de llamarme. Carmen me escribió un mensaje: «Lucía, no sé qué decirte… me da miedo verte así». Pilar me bloqueó en WhatsApp tras una discusión absurda sobre si debía exponer tanto a Mateo en redes sociales. Teresa simplemente desapareció.
Mi hermano Álvaro fue el único que intentó estar cerca al principio. Pero pronto empezó a evitarme también. Un día le escuché discutir con mi madre en la cocina:
—Mamá, Lucía necesita ayuda.
—¡Ayuda! Lo que necesita es haber pensado antes de meterse en esto. Ahora todos tenemos que cargar con sus problemas.
Me sentí invisible. Como si mi dolor fuera un castigo merecido por haber elegido ser madre joven y sin título universitario.
En el hospital conocí a otras madres. Ana, una mujer sevillana con dos hijos ingresados por fibrosis quística, me ofreció un café una noche en vela.
—Aquí todas estamos solas, Lucía —me dijo—. La gente no soporta vernos sufrir porque les recuerda lo frágil que es todo.
Sus palabras me acompañaron durante meses de tratamientos, recaídas y noches sin dormir. Aprendí a distinguir los pasos de los médicos en el pasillo, a leer los informes médicos como si fueran novelas negras. Cada vez que Mateo tenía fiebre o lloraba sin consuelo, sentía que el mundo se encogía hasta dejarme sin aire.
Un día, mientras esperaba los resultados de una analítica crucial, mi madre apareció con una bolsa de comida casera. La dejó sobre la mesa sin mirarme.
—He hablado con tu tía Rosario —dijo—. Dice que deberías buscar trabajo por las tardes. Así te distraerías y dejarías de pensar tanto en Mateo.
No pude evitarlo:
—¿De verdad crees que puedo pensar en otra cosa? ¿Que puedo dejarle solo aquí?
Ella suspiró y se encogió de hombros.
—La vida sigue, Lucía. No puedes vivir solo para tu hijo.
Pero yo sí podía. Y lo hice. Día tras día, entre transfusiones y quimioterapia, aprendí a ser madre y enfermera, psicóloga y amiga para mi pequeño guerrero.
Sergio finalmente se marchó del todo cuando Mateo cumplió un año. Me dejó una nota: «No puedo seguir viviendo así. Lo siento». No lloré por él; ya no me quedaban lágrimas para nadie más que para Mateo.
A veces me preguntaba si realmente había fallado yo o si era la sociedad la que no sabía cómo tratar a una madre joven y sola. En las consultas del hospital veía cómo otras familias se desmoronaban igual que la mía: padres ausentes, abuelos críticos, amigos incapaces de soportar el dolor ajeno.
Un día cualquiera, mientras paseaba con Mateo por el Retiro —ya recuperado tras un trasplante milagroso— me encontré con Carmen. Me miró como si viera un fantasma.
—Lucía… ¿cómo estás?
La miré fijamente antes de responder:
—Sobreviviendo. Como siempre.
No supe si quería abrazarme o salir corriendo. Al final solo murmuró un «me alegro» y se perdió entre la gente.
Hoy Mateo tiene tres años y corretea por el parque como cualquier niño sano. Pero yo ya no soy la misma Lucía ingenua de antes. He aprendido que la soledad duele más cuando viene acompañada del juicio de quienes más quieres.
A veces me pregunto: ¿Por qué es tan fácil juzgar a una madre cuando todo va mal? ¿Dónde están los abrazos cuando más los necesitas? ¿Realmente somos tan egoístas como sociedad o simplemente tenemos miedo al dolor ajeno?
¿Vosotros qué pensáis? ¿Alguna vez os habéis sentido tan solos que hasta el silencio pesa más que cualquier palabra?