Cuando la suegra llama: Un fin de semana de (des)encuentros familiares
—¿De verdad, Lucía? ¿No puedes hacerme este favor? —La voz de mi suegra, Carmen, retumbaba en el altavoz del móvil mientras yo miraba el reloj. Eran las siete de la tarde del viernes y acababa de sentarme en el sofá, lista para empezar ese fin de semana que llevaba semanas soñando: sin planes, sin prisas, solo yo, mi marido Sergio y nuestra hija pequeña, Paula.
—Carmen, es que teníamos pensado quedarnos en casa… —intenté decirle, pero ella me interrumpió con ese tono que no admite réplica.
—¡Pero si solo es cuidar a tu cuñado un par de horas! Sabes que tu cuñada está trabajando y yo tengo que ir al médico. Además, Sergio siempre ha sido tan responsable…
Miré a Sergio, que se encogió de hombros y murmuró: —Haz lo que quieras, cariño. Ya sabes cómo es mi madre.
Sentí una punzada en el pecho. ¿Por qué siempre tenía que ser yo la que cediera? ¿Por qué nadie parecía entender que yo también necesitaba descansar? Pero la culpa me pudo y acepté. Colgué el teléfono y sentí cómo el peso del fin de semana perfecto se desmoronaba.
El sábado por la mañana, la casa era un caos. Mi cuñado, Álvaro, un adolescente rebelde y adicto a los videojuegos, llegó con cara de pocos amigos. Paula lloraba porque no podía ver sus dibujos animados; Álvaro había monopolizado la tele con su consola. Sergio se refugió en el dormitorio con el portátil, alegando trabajo urgente.
—¿Por qué tengo que estar aquí? —gruñó Álvaro mientras aporreaba los botones del mando.
—Porque tu madre necesitaba ayuda y aquí estamos para apoyarnos —le respondí, intentando sonar paciente.
Pero por dentro hervía. ¿Apoyarnos? ¿O era siempre yo la que tenía que sostener a todos?
A mediodía, Carmen llamó para decir que se retrasaría. —Me han hecho más pruebas en el hospital. No sé a qué hora saldré —dijo con voz cansada.
—No te preocupes —mentí—. Aquí estamos bien.
Pero no estábamos bien. Paula lloraba cada vez más fuerte y Álvaro se negaba a soltar el mando. Fui a buscar a Sergio.
—¿Puedes ayudarme un poco? —le pedí, conteniendo las lágrimas.
Él ni levantó la vista del portátil. —Ahora no puedo, Lucía. Tengo una reunión en diez minutos.
Sentí una rabia sorda. Salí al salón y apagué la tele de golpe.
—¡Eh! ¿Qué haces? —protestó Álvaro.
—Ahora le toca a Paula —dije firme—. Y tú puedes leer o ayudarme a poner la mesa.
Me miró con odio adolescente, pero obedeció a regañadientes. Yo misma me sorprendí de mi tono autoritario. ¿Era eso lo que necesitaba? ¿Poner límites?
La tarde se hizo eterna. Carmen llegó casi a las ocho, agotada pero agradecida. Me abrazó y me susurró: —No sé qué haría sin ti, Lucía.
Yo solo asentí, demasiado cansada para responder. Cuando se marcharon, Sergio salió del dormitorio como si nada hubiera pasado.
—¿Qué tal ha ido? —preguntó despreocupado.
No pude más. Estallé:
—¿De verdad no te das cuenta de lo que ha pasado hoy? ¡He sacrificado mi fin de semana para solucionar los problemas de tu familia mientras tú te escondías!
Sergio me miró sorprendido, como si nunca me hubiera visto así.
—No quería molestarte… Pensé que lo llevabas bien…
—¡Pues no! No lo llevo bien. Estoy cansada de ser siempre la que cede, la que cuida, la que calla. ¿Y sabes qué? A partir de ahora voy a pensar también en mí.
Me encerré en el baño y lloré en silencio. No solo por el cansancio físico, sino por la soledad de sentirme invisible en mi propia casa.
Esa noche apenas dormí. Al día siguiente, Carmen me llamó para agradecerme otra vez y preguntarme si podía ayudarla con unas gestiones la próxima semana. Por primera vez en años, respiré hondo y dije:
—Lo siento, Carmen. Esta vez no puedo.
Hubo un silencio incómodo al otro lado del teléfono. Pero después escuché un suspiro resignado:
—Bueno… ya veré cómo me las apaño entonces.
Colgué sintiéndome culpable y liberada al mismo tiempo. Sergio me miró desde la puerta del salón.
—¿Estás bien?
Le miré a los ojos y respondí:
—Quiero estarlo. Pero necesito que tú también estés conmigo en esto.
Él asintió y se acercó para abrazarme. Por primera vez sentí que quizá algo podía cambiar entre nosotros.
Ahora miro atrás y me pregunto: ¿Cuántas veces nos olvidamos de nosotros mismos por miedo a decepcionar a los demás? ¿Hasta cuándo vamos a dejar que los compromisos familiares pesen más que nuestro propio bienestar?