Cuando los sueños se apagan: La voz que mi nieta nunca escuchó

—¡Abuela, ¿dónde está mi mochila?! —grita Lucía desde el pasillo, mientras yo intento recordar en qué momento exacto dejé de cantar. El eco de su voz se mezcla con el zumbido de la lavadora y el ruido lejano de la tele, donde mi hija Marta discute con su marido sobre las facturas. Me siento invisible, como si fuera un mueble más en este piso de Vallecas, testigo mudo de una vida que no fue.

Cierro los ojos y vuelvo a tener diez años. Es sábado por la tarde y mi madre friega el suelo mientras tararea coplas antiguas. Yo, subida a una silla frente al espejo del recibidor, sostengo una escobilla como micrófono. «¡Y ahora, con ustedes, la gran Estrella!», anuncio con voz temblorosa. Mi hermano Luis se ríe desde el sofá, pero yo no le hago caso. En ese instante, el mundo es mío: el público aplaude, los focos me ciegan y siento que puedo volar.

Pero la realidad siempre volvía pronto. Mi padre llegaba cansado de la fábrica y apagaba la radio. «Eso no da de comer, Estrella», decía sin mirarme. «Deja de hacer el tonto y ayuda a tu madre». Yo bajaba la cabeza y guardaba mis canciones para otro momento.

A los dieciséis años, la profesora de música me animó a presentarme al concurso del barrio. «Tienes una voz preciosa, Estrella. No la escondas», me susurró tras clase. Aquella noche no dormí. Imaginé a mi familia entre el público, orgullosos por primera vez. Pero cuando se lo conté a mi madre, ella suspiró y me acarició el pelo: «Hija, aquí lo importante es trabajar y sacar adelante a la familia. Los sueños son para los ricos».

Me rebelé en silencio. Ensayaba a escondidas en el parque, grababa mis canciones en cintas viejas y soñaba con escenarios que nunca pisé. El día del concurso, fingí estar enferma. Mi madre me preparó una tila y yo lloré en silencio bajo las mantas.

El tiempo pasó deprisa. Conocí a Antonio en las fiestas del barrio; él tocaba la guitarra en un grupo de amigos. Al principio, compartíamos canciones y promesas bajo las farolas de la plaza. «Tú y yo podríamos comernos el mundo», me decía entre risas. Pero pronto llegaron las facturas, los turnos dobles en el supermercado y las discusiones por tonterías.

Cuando nació Marta, mi voz se volvió un susurro. Cantaba nanas para dormirla, pero nunca más volví a subirme a una silla ni a soñar con escenarios. Antonio dejó la guitarra y empezó a beber más de la cuenta. Yo me convertí en madre, esposa y luego en abuela, siempre ocupada, siempre callando lo que realmente sentía.

A veces, cuando Marta llegaba tarde del instituto o discutía conmigo por cualquier cosa —»¡No entiendes nada, mamá!»— sentía una rabia sorda dentro de mí. Quería gritarle que yo también había tenido sueños, que no siempre fui esta mujer cansada que ve pasar los días desde la ventana.

Ahora Lucía tiene doce años y vive pegada al móvil. La veo bailar en TikTok, reírse con sus amigas por videollamada, pero nunca me pregunta por mi vida antes de ser abuela. Un día intenté cantarle una canción antigua mientras preparábamos croquetas; ella me miró extrañada y se puso los cascos: «Eso es muy viejo, abuela».

La semana pasada encontré una caja con mis viejas cintas en el trastero. Me temblaban las manos al poner una en el radiocasete: allí estaba yo, con diecisiete años, cantando «La Llorona» con una pasión que ya no reconozco en mí misma. Lloré como hacía años que no lloraba.

Esa noche, durante la cena, Marta me preguntó por qué estaba tan callada. Dudé un momento antes de responder:
—¿Alguna vez has sentido que te has traicionado a ti misma?
Ella me miró sorprendida:
—Mamá, tú siempre has hecho lo mejor para todos.
—¿Y para mí? —pregunté casi en un susurro.
Nadie respondió.

Hoy he decidido escribir esta historia porque siento que si no lo hago ahora, mi voz se perderá para siempre. No sé si algún día Lucía querrá saber quién fui antes de ser su abuela. No sé si entenderá lo que significa renunciar a un sueño por miedo o por amor.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo han guardado silencio? ¿Cuántos sueños se han quedado encerrados en pisos pequeños de Madrid? ¿Y si hubiera tenido el valor de subirme al escenario aquella tarde? ¿Sería otra persona ahora?

Quizá aún estoy a tiempo de cantar para mí misma, aunque nadie escuche. ¿Y tú? ¿Has renunciado alguna vez a lo que más amabas por miedo o por los demás? ¿Vale la pena callar nuestros sueños?