Cuando mi hija Lucía me pidió ayuda para ser madre
—Mamá, necesito hablar contigo. Es urgente.
La voz de Lucía temblaba al otro lado del teléfono. Eran las siete de la tarde, yo acababa de sentarme en el sofá con una taza de café, dispuesta a ver las noticias. Sentí un escalofrío. Lucía nunca llamaba a esas horas, y mucho menos con ese tono. Desde pequeña, mi hija siempre había sido directa, incluso brusca, pero esa noche había algo roto en su voz.
—¿Qué ocurre, hija? —pregunté, intentando sonar tranquila.
—¿Puedes venir a casa? Por favor, mamá. No quiero estar sola.
No pregunté más. Cogí el abrigo, las llaves y salí corriendo. El trayecto en metro hasta Lavapiés se me hizo eterno. Recordaba tantas veces en las que Lucía, de adolescente, me gritaba que no quería ser como yo, que jamás tendría hijos, que la maternidad era una cárcel. Yo, que la tuve con solo veintidós años, siempre intenté no presionarla, aunque en el fondo me dolía su rechazo a algo que para mí había sido tan importante.
Cuando llegué, Lucía me abrió la puerta con los ojos hinchados de llorar. Su piso olía a incienso y a soledad. Se sentó en el sofá, abrazando un cojín, y me miró como si fuera una niña pequeña otra vez.
—Estoy embarazada, mamá.
El silencio se hizo pesado. Sentí que el mundo se detenía. No supe si abrazarla o echarme a llorar. Ella, que siempre había renegado de la maternidad, ahora estaba ahí, vulnerable, pidiéndome ayuda.
—¿De cuánto? —pregunté, casi en un susurro.
—Ocho semanas. Es de Sergio, pero él… él no quiere saber nada. Dice que no está preparado, que es mi decisión.
Vi en sus ojos el miedo, la rabia, la confusión. Me senté a su lado y le cogí la mano. Recordé cuando era niña y se caía de la bici, cómo venía corriendo a mis brazos. Ahora, el golpe era mucho más grande.
—¿Qué quieres hacer, Lucía?
Ella se encogió de hombros, sollozando.
—No lo sé. Siempre dije que no quería hijos, pero ahora… ahora no puedo dejar de pensar en esa vida dentro de mí. Me siento perdida, mamá. No sé si puedo hacerlo sola. No sé si quiero ser madre, pero tampoco sé si puedo no serlo.
Me sentí impotente. ¿Cómo podía ayudarla si ni ella misma sabía lo que quería? Recordé mis propios miedos cuando me quedé embarazada de ella. Mi madre me gritó, mi padre no me habló durante meses. Yo no tuve a nadie que me apoyara. ¿Sería capaz de romper ese ciclo?
—Sea lo que sea que decidas, estaré contigo —le dije, aunque por dentro temblaba.
Pasaron los días y Lucía se fue hundiendo en una tristeza que no reconocía. No salía de casa, apenas comía. Yo iba cada tarde, le cocinaba, le hablaba de todo y de nada. Un día, mientras preparaba una tortilla de patatas, me miró con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Tú crees que seré una buena madre? —me preguntó.
Me quedé callada. ¿Cómo responder a eso? Yo misma me lo había preguntado mil veces. Le acaricié el pelo, como cuando era pequeña.
—Nadie sabe si será buen padre o madre. Solo se aprende andando el camino. Yo también tuve miedo. Pero tú me enseñaste a ser madre, Lucía. No fue fácil, pero mereció la pena.
Ella suspiró, como si se quitara un peso de encima.
—¿Y si no puedo con esto? ¿Y si me arrepiento?
—Entonces estaré a tu lado. Pase lo que pase.
Las semanas pasaron y Lucía decidió seguir adelante con el embarazo. Empezó a ir a terapia, a leer libros, a buscar información. Yo la acompañaba a las revisiones, le compraba ropa de premamá, le hablaba de mis propias inseguridades. Pero también surgieron los conflictos. Mi marido, Antonio, no entendía por qué tenía que cargar yo con todo.
—Siempre te sacrificas por ella —me reprochó una noche, mientras cenábamos—. Lucía es adulta. Que asuma sus decisiones.
—Es mi hija, Antonio. No puedo dejarla sola ahora.
—¿Y nosotros? ¿Nuestra vida? ¿Vas a volver a ser madre otra vez?
Sentí rabia y culpa. ¿Era justo para él? ¿Para mí? ¿Dónde estaba el límite entre ayudar y anularme?
Un día, Lucía me pidió que me mudara con ella cuando naciera el bebé. Quería que la ayudara las primeras semanas. Dudé. Mi vida con Antonio era tranquila, después de tantos años de sacrificios. Pero ver a mi hija tan vulnerable me partía el alma.
—Mamá, no puedo hacerlo sola. No quiero estar sola —me suplicó.
Esa noche no dormí. Pensé en mi propia madre, en cómo me dejó sola cuando más la necesitaba. Pensé en Antonio, en nuestra rutina, en los paseos por el Retiro, en las tardes de cine. Pensé en Lucía, en su miedo, en su coraje al enfrentarse a algo que siempre había rechazado.
Al final, acepté. Me mudé con Lucía cuando nació Martina, mi nieta. Fueron semanas duras: noches sin dormir, llantos, discusiones. Lucía tenía ataques de ansiedad, a veces me gritaba, otras veces me abrazaba llorando. Yo también lloré mucho. Me sentía agotada, invisible, pero también orgullosa de ver cómo mi hija, poco a poco, iba encontrando su lugar como madre.
Antonio venía a vernos los fines de semana. A veces discutíamos, otras veces paseábamos los tres con el carrito por el parque. La familia se había transformado, pero seguíamos juntos, de otra manera.
Ahora, mientras veo a Lucía acunar a Martina, pienso en todo lo que hemos pasado. En los miedos, las dudas, los sacrificios. En cómo la maternidad nos enfrenta a nuestros propios límites y nos obliga a replantear todo lo que creíamos seguro.
¿Hasta dónde somos capaces de llegar por amor a un hijo? ¿Dónde está el límite entre ayudarlos y perderse una misma? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?