Cuando tu propia casa deja de ser tuya: la historia de dos hermanas
—¿Por qué has cambiado las cortinas del salón sin preguntarme? —le espeté a Halina, con la voz temblorosa, mientras ella removía el café en mi cocina como si fuera la dueña de todo.
Me miró por encima de la taza, con esa mezcla de indiferencia y superioridad que últimamente se había instalado en su rostro. —Eran feas, Lucía. Además, aquí nunca entra suficiente luz. Ya deberías saberlo.
No supe qué responder. Mi propia casa, mi refugio durante años, se había convertido en un escenario extraño donde yo era la invitada y Halina la anfitriona. ¿En qué momento había perdido el control?
Todo empezó hace seis meses, cuando Halina me llamó desde Zaragoza. Su voz sonaba rota, como si cada palabra le costara un mundo.
—Lucía, ¿puedo quedarme contigo un tiempo? Me han despedido y no puedo seguir pagando el piso. Solo será hasta que encuentre algo…
No lo dudé ni un segundo. Halina era mi hermana mayor, la que me defendía en el colegio, la que me enseñó a montar en bici en las calles de nuestro barrio de Salamanca. Siempre pensé que nuestra relación era irrompible, que nada podría separarnos. Así que le abrí la puerta de mi casa en Madrid y también la de mi corazón.
Al principio fue casi divertido. Cocinábamos juntas, veíamos películas antiguas y nos reíamos recordando a mamá y sus supersticiones. Pero poco a poco, Halina empezó a ocupar cada rincón: sus cajas en el pasillo, su ropa en mi armario, sus libros apilados en el salón. Cambió la disposición de los muebles “para que fluyera mejor la energía”, según ella. Invitaba a sus amigas sin avisar y organizaba cenas improvisadas los jueves por la noche.
—Halina, ¿te importa si esta semana no hacemos cena? Tengo mucho trabajo y necesito descansar.
—Ay, Lucía, siempre tan cuadriculada… Relájate un poco, mujer.
Las pequeñas invasiones se convirtieron en costumbre. Un día llegué del trabajo y encontré a Halina sentada con mi vecina Carmen, criticando la decoración del edificio como si llevara años viviendo aquí.
—¿Sabes lo que dice tu hermana? Que deberíamos poner plantas en el portal —me dijo Carmen, divertida.
Me reí por compromiso, pero sentí una punzada de rabia. ¿Desde cuándo Halina opinaba sobre mi comunidad?
El colmo llegó cuando descubrí que había dado mi dirección para recibir paquetes de ropa que vendía por internet. Un mensajero llamó a mi puerta un sábado por la mañana con cinco cajas enormes a nombre de Halina García.
—¿Pero esto qué es? —le pregunté al borde del llanto.
—Tranquila, Lucía. Solo es temporal. Además, así aprovecho el espacio del trastero que tú nunca usas.
Mi trastero. Mi casa. Mi vida.
Empecé a sentirme una extraña en mi propio hogar. Caminaba de puntillas para no molestarla cuando hablaba por teléfono; evitaba el salón cuando tenía visitas; incluso empecé a comer en la cocina para no interrumpir sus videollamadas.
Una noche, después de una discusión absurda sobre quién debía comprar el pan, exploté:
—¡Basta ya! Esta es mi casa y necesito recuperar mi espacio. Dijiste que sería temporal…
Halina me miró con una mezcla de sorpresa y dolor.
—¿Me estás echando? ¿Después de todo lo que hemos pasado juntas?
Me sentí la peor persona del mundo. Recordé nuestras tardes de verano en el pueblo, los secretos compartidos bajo las sábanas, las lágrimas cuando papá murió. Pero también recordé todas las veces que había callado por no herirla, por miedo a perderla.
Esa noche no dormí. Di vueltas en la cama pensando si era egoísta o simplemente humana. ¿Hasta dónde llega el deber con la familia? ¿Dónde está el límite entre ayudar y dejarse pisotear?
Al día siguiente intenté hablar con ella con calma.
—Halina, te quiero mucho, pero necesito que busques otra solución. No puedo seguir así.
Se hizo un silencio denso. Halina bajó la mirada y asintió sin decir nada. Durante las semanas siguientes empezó a buscar piso y poco a poco fue retirando sus cosas. El día que se marchó nos abrazamos largo rato, llorando como niñas pequeñas.
Ahora mi casa vuelve a ser mía, pero algo se ha roto entre nosotras. Nos llamamos de vez en cuando, pero ya no es lo mismo. A veces me pregunto si hice lo correcto o si podría haberlo gestionado mejor.
¿Hasta qué punto debemos sacrificarnos por los nuestros? ¿Dónde está el equilibrio entre amor propio y amor familiar? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?