Después del parto descubrí que mi pareja llevaba una doble vida
—¿Por qué no contestas el móvil, Álvaro? —pregunté con voz temblorosa, mientras sostenía a nuestra hija recién nacida en brazos. El hospital olía a desinfectante y esperanza, pero en mi pecho solo sentía un nudo de angustia. Él me miró, nervioso, y murmuró algo sobre el trabajo. No insistí. Estaba agotada y quería creerle. Pero esa noche, mientras intentaba dormir en la habitación compartida del hospital de Salamanca, su móvil vibró sin parar. No pude evitarlo: lo cogí.
La pantalla mostraba un mensaje: “¿Vas a venir esta noche? Te echo de menos. —Marina”. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Marina. El nombre se me clavó como una espina. Abrí la conversación. Había decenas de mensajes, fotos, promesas de amor. Todo un mundo paralelo del que yo no sabía nada.
Me quedé helada. Mi hija dormía a mi lado, tan pequeña e inocente, ajena al terremoto que acababa de sacudir mi vida. ¿Cómo podía Álvaro hacerme esto justo ahora? ¿Cómo podía haber estado viviendo una mentira durante meses?
A la mañana siguiente, cuando entró en la habitación con café y una sonrisa forzada, le tendí el móvil sin decir palabra. Él palideció al instante.
—Lucía… puedo explicarlo.
—¿Explicar qué? ¿Que mientras yo me partía el alma por esta familia tú te ibas con otra? —mi voz sonaba extraña, como si hablara otra persona.
—No es lo que piensas… Marina es solo…
—¡No te atrevas a mentirme otra vez! —grité, olvidando por un momento dónde estaba. La enfermera entró alarmada y le pedí que se llevara a la niña un momento.
Álvaro bajó la cabeza. No tenía excusas. Me contó que llevaba meses viéndose con Marina, una compañera del trabajo. Que al principio fue una tontería, pero luego se le fue de las manos. Que no sabía cómo decírmelo. Que me quería, pero también a ella.
Sentí náuseas. Todo lo que habíamos construido juntos —nuestro piso en el barrio del Oeste, los domingos en casa de mis padres en Zamora, los planes para el futuro— se desmoronaba como un castillo de naipes.
Durante los días siguientes, apenas podía mirarle a la cara. Mi madre vino a ayudarme con la niña y notó enseguida que algo iba mal.
—¿Qué pasa, hija? —me preguntó mientras me peinaba el pelo con ternura.
No pude más y rompí a llorar. Le conté todo entre sollozos. Ella me abrazó fuerte y me dijo:
—Lucía, tú vales mucho más de lo que crees. No dejes que nadie te haga sentir menos.
Las semanas pasaron entre pañales, noches sin dormir y visitas al pediatra. Álvaro intentaba acercarse, pedía perdón una y otra vez, pero yo ya no podía confiar en él. Marina seguía enviándole mensajes; él decía que lo había dejado todo por nosotras, pero yo ya no era capaz de creerle.
Un día, mientras paseaba con mi hija por la Plaza Mayor bajo el cielo gris de noviembre, me encontré con Marta, una amiga del instituto.
—¡Lucía! ¡Cuánto tiempo! ¿Cómo estás?
No supe qué responder. Me limité a sonreír y a decir que estaba cansada pero feliz con la niña.
—Te veo triste —me dijo—. Si necesitas hablar…
Aquella tarde fui a su casa y le conté mi historia. Marta me escuchó sin juzgarme y me animó a pensar en mí misma por primera vez en mucho tiempo.
—No tienes por qué aguantar esto solo porque acabas de ser madre —me dijo—. Tienes derecho a ser feliz.
Esa noche miré a mi hija dormir y sentí una fuerza nueva dentro de mí. Decidí que no iba a permitir que la traición de Álvaro definiera mi vida ni la suya.
Al día siguiente le pedí que se fuera de casa. Fue duro, pero necesario. Mis padres me apoyaron desde el primer momento; incluso mi suegra vino a verme y me pidió perdón por su hijo.
Los meses siguientes fueron una montaña rusa: miedo al futuro, soledad, pero también pequeños momentos de alegría: la primera sonrisa de mi hija, sus manitas agarrando las mías, las tardes de paseo por el río Tormes.
Poco a poco fui reconstruyendo mi vida. Volví al trabajo en la biblioteca municipal y conocí a gente nueva. Empecé terapia para aprender a quererme otra vez.
Álvaro intentó volver varias veces; incluso llegó a esperarme en la puerta del trabajo con flores y promesas vacías. Pero yo ya no era la misma Lucía ingenua de antes.
Hoy, dos años después, puedo decir que soy más fuerte de lo que jamás imaginé. Mi hija es mi mayor alegría y he aprendido que nadie tiene derecho a romperte por dentro.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres viven historias como la mía en silencio? ¿Cuántas se atreven a dar el paso para empezar de nuevo?
¿Y tú? ¿Qué harías si descubrieras una traición así justo cuando más vulnerable te sientes?