El día en que me sentí extraña en la casa de mi hijo
—Por favor, Carmen, ¿puedes avisar antes de venir?—. La voz de Lucía, mi nuera, sonó suave pero firme, y aún así sentí cómo el suelo bajo mis pies se volvía inestable. Yo estaba allí, en el umbral de la puerta de su piso en Vallecas, con el peso de una olla de cocido madrileño entre las manos y el vapor escapando bajo la tapa. Mi nieto, Mateo, mamaba tranquilo en su regazo; Lucía estaba descalza, ojerosa, pero serena.
Me quedé paralizada. El aroma del laurel y el chorizo se mezcló con una punzada amarga en mi pecho. No supe qué decir. ¿Desde cuándo necesitaba permiso para entrar en la casa de mi propio hijo? ¿No era yo quien había criado a Daniel, quien le enseñó a atarse los cordones y a distinguir el jamón bueno del barato?
—Perdona, Lucía, pensé que os haría ilusión… —balbuceé, intentando sonreír mientras sentía que el calor del cocido me quemaba las manos.
Ella bajó la mirada, acariciando la cabeza del niño.—Claro que sí, Carmen. Pero estos días estamos muy cansados y… bueno, a veces necesitamos un poco de espacio. No es nada personal.
Nada personal. Pero dolía como si lo fuera. Daniel apareció entonces por el pasillo, con el pelo revuelto y una camiseta vieja del Atleti. Me miró con una mezcla de sorpresa y culpa.
—Mamá, ¿has traído cocido? —intentó sonar alegre, pero noté la tensión en su voz.
—Sí, hijo. Pensé que os vendría bien algo casero —dije, esforzándome por no llorar.
Lucía se levantó despacio y me abrió la puerta del todo.—Pasa, por favor. No queremos que te sientas mal.
Entré al piso, pero ya no era lo mismo. La mesa estaba llena de biberones y papeles; la tele sonaba baja con un programa de tertulia política. Dejé la olla en la cocina y me quedé allí, mirando los azulejos blancos que yo misma ayudé a elegir cuando se mudaron.
—¿Te ayudo a poner la mesa? —pregunté, buscando mi lugar.
—No hace falta, Carmen. Hoy comemos tarde. Mateo ha estado fatal toda la noche —respondió Lucía desde el salón.
Me senté en una silla, sintiéndome invisible. Recordé cuando Daniel era pequeño y venía corriendo a abrazarme después del colegio. Ahora apenas me miraba; estaba pendiente del móvil y del niño.
La comida fue silenciosa. Yo intentaba sacar conversación: sobre el tiempo, sobre el nuevo supermercado que habían abierto en la esquina, sobre la vecina del tercero que se había roto la cadera. Pero nadie parecía escucharme realmente.
Al terminar, recogí los platos casi sin darme cuenta. Lucía me miró con una mezcla de cansancio y compasión.
—De verdad, Carmen, no queremos que te sientas mal. Es solo que… necesitamos organizarnos mejor. Mateo nos tiene agotados y a veces las visitas inesperadas nos desbordan.
—Lo entiendo —mentí.
Me fui pronto ese día. Caminé despacio por las calles de Madrid, sintiendo el peso de los años sobre los hombros. Pensé en mi madre, en cómo ella venía a casa sin avisar y yo nunca le dije nada. ¿Era yo demasiado blanda? ¿O es que ahora todo ha cambiado?
Esa noche no pude dormir. Le di vueltas a las palabras de Lucía: «No es nada personal». Pero para mí lo era todo. Era mi familia, mi sangre, mi vida entera dedicada a ellos. ¿Cómo podía convertirme en una extraña?
Al día siguiente llamé a Daniel.—¿Estás bien, mamá? —me preguntó.
—Sí… solo quería saber si os ha gustado el cocido.
—Claro que sí, mamá. Gracias por traerlo —dijo rápido.—Pero intenta avisar antes de venir, ¿vale? Lucía se pone nerviosa con las visitas sorpresa.
Colgué el teléfono sintiendo un vacío enorme. Miré las fotos antiguas en el salón: Daniel con su uniforme del colegio; Daniel en la playa de Benidorm; Daniel abrazado a mí en Navidad. ¿Dónde había quedado todo eso?
Pasaron los días y me fui acostumbrando a llamar antes de ir. Pero cada vez que marcaba su número sentía que pedía permiso para existir en su vida. Empecé a salir más con mis amigas del centro cultural; fuimos al teatro, hicimos excursiones a El Escorial. Pero nada llenaba ese hueco.
Un domingo cualquiera, Daniel me llamó.—Mamá, ¿puedes venir esta tarde? Mateo está malo y Lucía tiene migraña.
Sentí una alegría infantil.—Por supuesto, hijo.
Fui corriendo al mercado a comprar naranjas y galletas María. Cuando llegué al piso, Lucía me recibió con una sonrisa cansada.—Gracias por venir, Carmen.
Cuidé de Mateo toda la tarde mientras ellos dormían. Le canté nanas antiguas y le preparé un biberón como hacía con Daniel. Por un momento sentí que recuperaba mi lugar.
Al irme, Lucía me abrazó.—Perdona si fui brusca el otro día. Es solo que… me siento sola aquí y a veces me cuesta pedir ayuda.
La miré a los ojos y vi el mismo miedo que yo tenía: el miedo a no encajar, a no ser suficiente.
Desde entonces intento entenderla más. Ya no llego sin avisar; pero cuando me necesitan, ahí estoy. A veces pienso si esto es lo normal ahora: madres convertidas en invitadas en la vida de sus hijos.
¿Es este el precio de verlos crecer? ¿O deberíamos luchar por no perder nuestro sitio? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?