El día que la vida se detuvo en la sala de urgencias
—¿Carmen? ¿Puedes venir al hospital ahora mismo?— La voz de mi cuñada, Mercedes, temblaba al otro lado del teléfono. Eran las siete y media de la mañana y yo acababa de dejar a los niños en el colegio. No pregunté nada más. Cogí el abrigo, las llaves y salí corriendo. El aire frío de Madrid me cortaba la cara mientras corría hacia el metro, con el corazón golpeando tan fuerte que apenas podía respirar.
Cuando llegué a Urgencias, vi a Mercedes sentada en un banco, con los ojos rojos y las manos entrelazadas. Me abrazó tan fuerte que sentí que se me partía el alma. —Antonio ha perdido el conocimiento en casa. Los médicos dicen que es grave— susurró. Sentí que el suelo se abría bajo mis pies.
Entré en la sala blanca y fría donde Antonio yacía inconsciente, rodeado de cables y máquinas. El doctor García me miró con gravedad: —Hemos detectado una masa en el cerebro. Necesitamos operar cuanto antes.—
No recuerdo haber llorado tanto en mi vida. Me senté junto a la cama de Antonio, le cogí la mano y le susurré: —No te vayas, por favor. No me dejes sola con todo esto.—
Las horas siguientes fueron un torbellino de llamadas, papeles, médicos entrando y saliendo. Mi suegra llegó desde Toledo, llorando y rezando en voz baja. Mis hijos, Lucía y Pablo, preguntaban por su padre por teléfono: —¿Papá va a volver a casa hoy?— Yo mentía: —Sí, cariño, pronto estará mejor.—
La noche antes de la operación, me quedé sola en la sala de espera. Miré mi reflejo en la ventana: ojeras profundas, pelo revuelto, los ojos hinchados. Recordé la última discusión tonta con Antonio sobre quién debía sacar la basura. ¿De verdad importaba eso ahora?
Mercedes se sentó a mi lado y rompió el silencio: —¿Te acuerdas cuando fuimos todos a Benidorm aquel verano? Antonio se tiró al mar sin mirar si había rocas.— Sonreí entre lágrimas. —Siempre ha sido un inconsciente.—
La operación duró seis horas. Seis horas en las que cada minuto era una eternidad. Vi entrar y salir a otras familias; algunas lloraban de alegría, otras de dolor. Yo solo podía apretar entre mis manos el rosario que me dio mi suegra.
Cuando el doctor salió, supe por su cara que nada volvería a ser igual. —La operación ha ido bien, pero hay riesgos. Antonio necesitará rehabilitación y no sabemos cómo quedará.—
Entré a verle a la UCI. Le hablé aunque no podía oírme: —Antonio, tienes que luchar. No sé cómo voy a hacerlo sola.—
Las semanas siguientes fueron un infierno. Entre el hospital, los niños y el trabajo en la gestoría, sentía que me ahogaba. Mi jefe empezó a insinuar que necesitaban a alguien «más centrado». Mi madre venía a casa para ayudarme con la comida y los deberes de los niños.
Una tarde, mientras recogía los juguetes del salón, Lucía me miró muy seria: —Mamá, ¿y si papá no vuelve nunca?— Me arrodillé frente a ella y la abracé fuerte: —Pase lo que pase, siempre estaremos juntos.—
El día que Antonio volvió a casa fue agridulce. Ya no era el mismo: hablaba poco, se cansaba rápido y a veces no recordaba cosas sencillas como dónde estaba el baño. Pablo le miraba con miedo; Lucía intentaba hacerle reír con sus dibujos.
Las discusiones empezaron pronto: mi suegra opinaba sobre todo; Mercedes quería organizarlo todo; yo solo quería un poco de paz para llorar sin testigos. Una noche exploté:
—¡Basta ya! ¡No soy una máquina! ¡Estoy haciendo lo que puedo!—
Mi suegra se levantó ofendida; Mercedes salió dando un portazo. Me senté en el suelo de la cocina y lloré hasta quedarme dormida.
Poco a poco aprendimos a vivir con la nueva realidad. Antonio empezó a mejorar; los niños se acostumbraron a ayudarle con las tareas más simples. Yo aprendí a pedir ayuda sin sentirme culpable.
Un día, mientras paseábamos por el Retiro, Antonio me cogió la mano y susurró: —Gracias por no rendirte.— Le miré a los ojos y supe que, aunque nada sería igual, aún podíamos ser felices.
Ahora, meses después, sigo teniendo miedo cada vez que suena el teléfono o cuando Antonio tiene un dolor de cabeza. Pero también he aprendido a valorar cada momento juntos.
A veces me pregunto: ¿Por qué nos pasan estas cosas? ¿Cómo se sigue adelante cuando todo parece perdido? ¿Alguien más ha sentido este vacío y esta esperanza al mismo tiempo?