El día que llegó Lucas: cuando la soledad se volvió caos

—¿Pero qué has hecho, mamá? —grité desde el pasillo, con el corazón palpitando en la garganta al ver el charco en el salón y aquel perro enorme, de ojos tristes, mirándome como si supiera que no era bienvenido.

Mi madre, Carmen, me miró con esa mezcla de culpa y determinación que sólo ella sabe poner. —Mira, Inés, estaba solo en la calle. No podía dejarlo ahí. Además, tú siempre dices que esta casa está demasiado vacía desde que papá se fue.

No supe qué contestar. Tenía razón, pero también sabía que mi vida dependía de la rutina: levantarme a las siete, café solo, metro hasta la oficina de abogados en Gran Vía, volver a casa a las ocho, cenar viendo las noticias y dormir. Así cada día. Sin sobresaltos. Sin nadie que dependa de mí. Y ahora, ese perro —Lucas, según mi madre— me miraba como si esperara que yo le diera la bienvenida a mi vida.

La primera noche fue un desastre. Lucas lloró hasta las tres de la mañana. Yo intenté ignorarlo, pero los vecinos golpeaban las paredes y mi madre dormía como si nada. A la mañana siguiente, llegué tarde al trabajo por primera vez en años. Mi jefe, don Manuel, me miró por encima de las gafas: —Inés, ¿todo bien en casa? Pareces cansada.

No supe si reír o llorar. ¿Cómo explicarle que un perro había puesto mi mundo patas arriba?

Los días siguientes fueron una sucesión de pequeños desastres: zapatos mordidos, papeles importantes destrozados, paseos bajo la lluvia porque Lucas no quería hacer sus cosas en el patio. Mi madre se desentendía: —Es tu turno, Inés. Yo ya lo saqué esta mañana.

Empecé a notar cómo mi paciencia se agotaba. Una noche exploté:

—¡No puedo más! ¡Este perro está arruinando mi vida! —le grité a mi madre mientras Lucas se escondía bajo la mesa.

Ella me miró con tristeza. —Quizá lo que te arruina es no querer cambiar nunca nada.

Me dolió más de lo que esperaba. Porque era cierto: desde que papá murió hacía dos años, me había encerrado en una burbuja de costumbres y silencios. Lucas era el primer ser vivo que irrumpía en ese espacio seguro.

Las discusiones con mi madre se hicieron más frecuentes. Ella insistía en que Lucas nos hacía bien; yo sólo veía caos y cansancio. Una tarde, después de una pelea especialmente dura, salí a caminar sin rumbo. Acabé en el parque del Retiro, sentada en un banco mientras veía a otras personas pasear a sus perros con una naturalidad que me resultaba ajena.

Me pregunté si el problema era Lucas o yo misma. ¿Por qué me costaba tanto aceptar algo nuevo? ¿Por qué sentía que cualquier cambio era una amenaza?

Al volver a casa, encontré a mi madre llorando en la cocina. Lucas estaba a su lado, lamiéndole las manos.

—No quería hacerte daño —me dijo entre sollozos—. Sólo pensé que… quizá necesitábamos algo de vida aquí dentro.

Me senté a su lado y por primera vez en mucho tiempo la abracé. Lucas se subió a mis piernas y sentí su calor tembloroso. Lloré también, sin saber muy bien por qué: por mi padre ausente, por mi madre sola, por mí misma y por ese perro que sólo buscaba un hogar.

A partir de entonces intenté abrirme un poco más. No fue fácil: hubo días en los que quise rendirme y devolver a Lucas a la calle o a una protectora. Pero también hubo momentos inesperados de ternura: Lucas durmiendo a mis pies mientras leía; su alegría desbordante al verme llegar del trabajo; las risas compartidas con mi madre cuando intentaba aprender trucos absurdos.

Sin embargo, la vida no da tregua. Un domingo por la tarde, mientras paseábamos por el barrio de Chamberí, Lucas se soltó de la correa y salió corriendo tras una bicicleta. El coche apareció de la nada; el golpe fue seco y brutal. Todo ocurrió en segundos.

Corrí hacia él gritando su nombre. Mi madre llegó jadeando detrás de mí. Nos arrodillamos junto a Lucas mientras él nos miraba con esos ojos tristes y dulces que tanto había aprendido a querer. Murió allí mismo, entre mis brazos.

El vacío que dejó fue inmenso. Mi madre y yo apenas hablamos durante días. La casa volvió a estar silenciosa, pero ya no era el mismo silencio: ahora dolía más porque sabía lo que podía llenarlo.

A veces pienso en Lucas y me pregunto si realmente cambió mi vida para mejor o para peor. Lo único cierto es que me obligó a mirar hacia dentro y enfrentarme a mis miedos y resistencias.

Ahora miro a mi madre y sé que ambas somos distintas desde aquel día. Quizá más frágiles, pero también más humanas.

¿Vale la pena abrirse al amor y al cambio aunque duela tanto perderlo? ¿O es mejor vivir protegida tras los muros de la rutina? ¿Qué haríais vosotros?