El día que mi hija Lucía rompió el silencio familiar en la entrevista escolar
—Mamá, ¿por qué tengo que ponerme este vestido si no me gusta? —me preguntó Lucía mientras forcejeaba con los botones de la blusa blanca.
—Porque hoy es un día importante, cariño. Quiero que causes buena impresión —le respondí, intentando ocultar mi propio nerviosismo. El colegio San Ignacio no era cualquier colegio; era el colegio al que iban los hijos de políticos, empresarios y hasta algún que otro futbolista famoso. Mi marido, Álvaro, llevaba semanas insistiendo en que esta era nuestra oportunidad para darle a Lucía un futuro mejor.
El taxi nos dejó frente a la imponente verja de hierro forjado. Lucía apretó mi mano con fuerza. Al entrar, el mármol reluciente y los cuadros antiguos nos hicieron sentir diminutas. Nos recibió la directora, doña Carmen, una mujer de pelo recogido y voz suave pero firme.
—Bienvenidas, Lucía y señora Morales. Por favor, pasen a mi despacho.
Lucía se sentó en la silla más alejada de la mesa, mirando todo con ojos curiosos. Yo no podía dejar de pensar en lo mucho que habíamos sacrificado para llegar hasta allí: los turnos extra de Álvaro en el hospital, mis clases particulares de inglés por las tardes, las discusiones sobre si realmente encajábamos en ese mundo.
—Lucía, cuéntame, ¿por qué quieres estudiar aquí? —preguntó doña Carmen con una sonrisa ensayada.
Mi hija me miró, luego bajó la vista y respondió:
—No lo sé. Mi mamá dice que aquí aprenderé mucho y haré amigos importantes. Pero yo solo quiero aprender a dibujar mejor y que mi papá venga más temprano a casa.
Sentí cómo se me encogía el corazón. Doña Carmen arqueó una ceja.
—¿Y qué es lo que más te gusta hacer cuando no estás en clase?
—Me gusta pintar y jugar con mi abuela. Pero últimamente mamá está siempre cansada y papá nunca está —dijo Lucía, sin titubear.
Noté cómo la directora me lanzaba una mirada fugaz. Yo intenté sonreír, pero sentí que el suelo se abría bajo mis pies. ¿Qué imagen estábamos dando? ¿La de una familia desbordada por sus propias expectativas?
La entrevista continuó con preguntas sobre colores favoritos y cuentos preferidos, pero la atmósfera se había vuelto densa. De pronto, doña Carmen le preguntó:
—¿Qué harías si un compañero se burla de ti porque eres diferente?
Lucía se quedó pensativa unos segundos y luego dijo:
—Le preguntaría por qué lo hace. Y si sigue, le diría que no quiero ser igual que todos. Mi abuela dice que ser diferente es bonito, aunque a veces duela.
La directora asintió lentamente. Yo sentí una mezcla de orgullo y miedo: orgullo por la valentía de mi hija; miedo porque su sinceridad podía costarnos esa plaza tan ansiada.
Al salir del despacho, Lucía me preguntó:
—¿He dicho algo mal, mamá?
La abracé fuerte.
—No, cariño. Has sido tú misma. Eso es lo más importante.
Esa noche, durante la cena, le conté a Álvaro lo ocurrido. Él frunció el ceño.
—¿Por qué ha tenido que decir eso? ¿No entiende lo importante que era?
—Es solo una niña —le respondí—. Y quizá nosotros somos los que no entendemos lo importante.
El silencio se instaló entre nosotros como un invitado incómodo. Mi suegra, que vivía con nosotros desde hacía un año tras quedarse viuda, intervino:
—A veces los niños ven lo que nosotros no queremos mirar. ¿De verdad creéis que Lucía será feliz allí?
Álvaro suspiró y se levantó de la mesa. Yo me quedé mirando a Lucía, que dibujaba en su cuaderno una casa con ventanas enormes y un sol sonriente.
Los días siguientes fueron un torbellino de dudas y reproches. Álvaro insistía en que debíamos esperar la respuesta del colegio; yo empecé a preguntarme si todo ese esfuerzo tenía sentido si nuestra hija no era feliz.
Una semana después llegó la carta: Lucía había sido admitida. Pero esa noche, mientras le leía un cuento antes de dormir, ella me susurró:
—Mamá, ¿puedo seguir viendo a la abuela todos los días si voy a ese cole?
Me quedé sin palabras. Pensé en las tardes de juegos en el parque, en las meriendas con chocolate caliente y churros, en las historias de mi madre sobre su infancia en un pueblo de Castilla…
Bajé al salón y encontré a Álvaro sentado frente al televisor apagado.
—¿Y si nos estamos equivocando? —le pregunté—. ¿Y si estamos proyectando nuestros miedos y frustraciones en Lucía?
Él me miró largo rato antes de contestar:
—Solo queremos lo mejor para ella… Pero quizá no sabemos qué es eso realmente.
Esa noche no dormí apenas. Al amanecer, decidí hablar con Lucía.
—Cariño, ¿quieres ir al colegio San Ignacio o prefieres quedarte en tu cole con tus amigos y la abuela?
Lucía me miró con esos ojos grandes y sinceros:
—Quiero estar donde estéis vosotros y la abuela. No me importa el cole si estamos juntos.
Lloré en silencio mientras la abrazaba. Al final, renunciamos a la plaza y decidimos quedarnos donde estábamos. No fue fácil; hubo reproches familiares y alguna amistad perdida por no seguir el camino esperado.
Pero cada tarde, cuando veo a Lucía reír con su abuela o enseñarme sus dibujos llenos de color, sé que tomamos la decisión correcta.
A veces me pregunto: ¿cuántos padres sacrifican la felicidad presente de sus hijos por un futuro incierto? ¿De verdad escuchamos lo que sienten o solo proyectamos nuestros propios sueños sobre ellos?