El eco de los silencios: Cuando Tomás se fue

—¿Y ahora qué, Tomás? ¿Vas a decir algo o solo vas a quedarte ahí mirando el suelo? —le pregunté con la voz temblorosa, apretando la prueba de embarazo entre mis manos sudorosas. El silencio era tan denso que podía oír el latido de mi propio corazón rebotando en las paredes del salón. Él ni siquiera levantó la vista.

—No puedo, Lucía. No estoy preparado para esto —susurró finalmente, como si las palabras le pesaran toneladas.

No recuerdo si lloré en ese momento o si fue después, cuando escuché la puerta cerrarse tras él y supe que no iba a volver. Me quedé sentada en el sofá, rodeada de las fotos de nuestras vacaciones en Cádiz, los libros que compartíamos y el olor a café frío. Todo parecía igual, pero ya nada lo era.

Durante días, el piso se llenó de un silencio incómodo. Mi madre me llamaba cada noche desde Salamanca, preocupada por mi voz apagada. —Lucía, hija, ¿quieres que vaya a Madrid?— preguntaba una y otra vez. Pero yo solo podía responderle con evasivas: —Estoy bien, mamá. Solo necesito tiempo.

La verdad era que no estaba bien. Me sentía traicionada y sola. En el trabajo, en la pequeña librería del barrio, fingía sonreír a los clientes habituales mientras por dentro me desmoronaba. Mi compañera Marta lo notó enseguida.

—¿Te pasa algo? Tienes mala cara —me dijo una tarde mientras colocábamos los nuevos ejemplares de Almudena Grandes.

—Nada grave —mentí—. Solo un poco cansada.

Pero ella insistió y al final se lo conté todo. Marta me abrazó sin decir nada más. Ese gesto sencillo fue el primer rayo de luz en medio de tanta oscuridad.

Las semanas pasaron y la barriga empezó a notarse. Los vecinos del portal cuchicheaban cuando me veían salir sola. Una tarde, doña Pilar, la vecina del tercero, me paró en el ascensor:

—¿Y Tomás? Hace mucho que no le veo…

—Se fue —respondí bajando la mirada.

—Ay, hija… Los hombres a veces no valen ni para estar escondidos —sentenció con ese tono entre compasivo y crítico tan típico de las abuelas madrileñas.

En casa, las noches eran lo peor. Me tumbaba en la cama y repasaba una y otra vez la última conversación con Tomás. ¿Había hecho algo mal? ¿Por qué no quiso quedarse? ¿Cómo iba a criar a un hijo sola en una ciudad tan grande?

Un domingo por la mañana, mi madre apareció sin avisar. Llevaba una bolsa llena de tuppers y una expresión decidida.

—No pienso dejarte sola en esto —dijo mientras dejaba la comida en la nevera—. Y si ese chico no quiere hacerse cargo, peor para él.

Discutimos mucho esos días. Ella quería que volviera a Salamanca para estar cerca de la familia; yo me negaba a abandonar mi vida en Madrid. Una noche, después de una pelea especialmente dura, me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin fuerzas.

Pero también hubo momentos bonitos: cuando sentí por primera vez al bebé moverse dentro de mí; cuando Marta organizó una pequeña merienda con mis amigas para animarme; cuando doña Pilar me dejó una nota en el buzón: “Para lo que necesites, aquí estoy”.

A veces soñaba con Tomás volviendo arrepentido, pidiéndome perdón y prometiendo que todo iría bien. Pero al despertar solo encontraba su lado vacío en la cama y el eco de sus silencios.

El miedo seguía ahí: miedo a no ser suficiente, a no poder pagar el alquiler sola, a enfrentarme a los comentarios maliciosos de algunos familiares (“¿Ves? Ya te lo dije, ese chico no era de fiar”). Pero poco a poco empecé a notar algo nuevo dentro de mí: una fuerza desconocida que me empujaba a seguir adelante.

Una tarde lluviosa de noviembre recibí un mensaje inesperado:

—Necesito hablar contigo —era Tomás.

Mi corazón se aceleró. Dudé durante horas antes de responderle. Finalmente accedí a verle en una cafetería cerca del Retiro. Cuando llegó, parecía más mayor, más cansado.

—Lo siento mucho, Lucía. Me asusté y fui un cobarde —dijo sin rodeos—. No sé si puedo arreglarlo, pero quiero intentarlo.

Le miré largo rato antes de contestar:

—No sé si puedo perdonarte todavía. Pero este bebé merece que lo intentemos… aunque solo sea como padres.

Salí de aquella cafetería sintiéndome más ligera. No sabía qué iba a pasar entre nosotros, pero por primera vez en meses sentí que tenía el control sobre mi vida.

Ahora escribo estas líneas desde mi habitación, con la barriga ya enorme y la cuna montada junto a la ventana. Sigo teniendo miedo, claro. Pero también esperanza.

A veces me pregunto: ¿Es posible reconstruirse después de que te rompan así? ¿Puede el dolor transformarse en algo hermoso? ¿Qué haríais vosotros en mi lugar?