El llanto de Valentina: Un día que lo cambió todo
—¿Por qué está llorando tu hija? —me preguntó Elizabeth, mi suegra, con ese tono seco que siempre me hace sentir como si estuviera fallando en todo.
La casa olía a sopa de pollo, pero el aroma no lograba tapar el sonido agudo del llanto de Valentina. Tenía fiebre desde la madrugada y no había manera de calmarla. Yo ya llevaba dos noches sin dormir, con los ojos hinchados y el corazón apretado de preocupación. Mi esposo, Andrés, estaba en el trabajo, como siempre, y la responsabilidad caía toda sobre mí.
—Está enferma, ¿qué quieres que haga? —le respondí, tratando de no sonar tan derrotada como me sentía.
Elizabeth se llevó la mano a la frente y suspiró exageradamente. —No puedo más con este escándalo. Hazla callar, por favor. Me duele la cabeza, ¡no sabes lo que es tener migraña!
Sentí una mezcla de rabia y culpa. ¿Acaso no veía que yo también estaba al límite? Caminé de un lado a otro con Valentina en brazos, su cuerpecito ardía y su llanto era cada vez más débil, como si se estuviera rindiendo. Pensé en llamar a Andrés, pero sabía que solo empeoraría las cosas: él siempre defendía a su madre, aunque eso significara dejarme sola.
—¿No tienes algo para darle? —insistió Elizabeth desde el comedor, donde tenía las cortinas cerradas y la televisión encendida en un volumen bajo.
—Ya le di el paracetamol. Solo hay que esperar —le contesté, sintiendo que cada palabra era una derrota.
Valentina se retorcía en mis brazos. Me miró con esos ojos grandes y oscuros que heredó de su papá, suplicando ayuda. Yo solo podía acariciarle la frente y susurrarle que todo iba a estar bien, aunque ni yo misma lo creía.
En ese momento, recordé cuando era niña y mi mamá me cuidaba cuando estaba enferma. Ella nunca se quejaba del ruido ni del cansancio. Me cantaba bajito y me preparaba té de manzanilla. ¿Por qué no podía ser así aquí? ¿Por qué todo tenía que sentirse como una competencia de quién sufre más?
—¡Ya basta! —gritó Elizabeth de repente—. Si no puedes hacerla callar, me voy a ir a casa de tu cuñada. No tengo por qué aguantar esto.
Me mordí los labios para no llorar. No quería que Valentina sintiera mi desesperación. Caminé hacia la ventana y abrí un poco para que entrara aire fresco. Afuera, los niños jugaban fútbol en la calle polvorienta del barrio, riendo como si el mundo fuera sencillo.
—¿Sabes qué? Haz lo que quieras —le dije a Elizabeth sin mirarla—. Yo no puedo dejar sola a mi hija.
Ella bufó y se encerró en su cuarto. Escuché cómo cerraba la puerta con fuerza y sentí un alivio momentáneo. Por fin podía estar sola con Valentina, aunque fuera solo por unos minutos.
Me senté en el sillón viejo del living y puse a Valentina sobre mi pecho. Le canté una canción de cuna que mi mamá me enseñó: “Duérmete mi niña, duérmete ya…”. Poco a poco su llanto fue bajando de intensidad hasta convertirse en un sollozo suave. Sentí una lágrima rodar por mi mejilla; no sabía si era de alivio o de tristeza.
El celular vibró: era un mensaje de Andrés. “¿Cómo sigue la nena? ¿Mi mamá está ayudando?”
No supe qué responderle. ¿Ayudando? Sentí una punzada de enojo. ¿Por qué siempre tenía que fingir que todo estaba bien? ¿Por qué nadie veía lo difícil que era ser madre sin apoyo real?
La tarde avanzó lenta. Valentina dormía por fin, pero yo no podía relajarme. Pensaba en todas las veces que Elizabeth había criticado mi forma de criarla: “No la cargues tanto, se va a malacostumbrar”, “Déjala llorar un poco, así aprende”. Pero yo no podía dejarla llorar; su llanto me atravesaba el alma.
A las seis llegó Andrés. Entró apurado, con cara de cansancio y olor a sudor y perfume barato del transporte público.
—¿Qué pasó aquí? —preguntó al ver el ambiente tenso.
Elizabeth salió de su cuarto con cara de mártir.—Tu hija no ha parado de llorar en todo el día. Yo ya no puedo más.
Andrés me miró buscando respuestas. Yo solo alcé los hombros.
—Está enferma, Andrés. Solo necesita descansar —le dije bajito.
Él suspiró y fue a ver a Valentina. La miró dormida y le acarició el cabello.
—Mamá, ¿por qué no te vas a descansar un rato? —le sugirió con voz suave.
Elizabeth lo miró como si le hubiera pedido algo imposible.—Yo solo quiero ayudar, pero aquí nadie me escucha —dijo antes de volver a encerrarse.
Andrés se sentó a mi lado.—Lo siento, amor. Mi mamá está estresada…
—¿Y yo? —le respondí sin poder contenerme—. ¿Acaso yo no estoy estresada también?
Él bajó la mirada.—Tienes razón…
Nos quedamos en silencio unos minutos. Afuera ya oscurecía y las luces del barrio parpadeaban como luciérnagas cansadas.
—A veces siento que nadie entiende lo difícil que es esto —le dije finalmente—. No quiero pelear con tu mamá, pero tampoco puedo dejar sola a nuestra hija cuando más me necesita.
Andrés me abrazó fuerte.—Vamos a salir adelante juntos, te lo prometo.
Esa noche, mientras Valentina dormía tranquila por primera vez en días, pensé en todas las madres que pasan por lo mismo: juzgadas, solas, agotadas pero siempre fuertes por sus hijos.
¿Hasta cuándo vamos a normalizar que las mujeres carguen solas con todo? ¿Cuándo aprenderemos a ser más empáticos dentro de nuestras propias familias?