El precio del tiempo no correspondido: La historia de Leire
—¿Por qué siempre eres tú la que cede, Leire? —me gritó mi hermana Marta, con los ojos llenos de rabia y cansancio, mientras la lluvia golpeaba los cristales del salón.
No supe qué responderle. En ese instante, sentí cómo el peso de los años caía sobre mis hombros. Había pasado toda mi vida intentando ser el pegamento de una familia rota, la amiga que siempre escucha, la pareja que nunca exige. Y ahora, con treinta y dos años, me encontraba sola en el piso de mis padres en Vallecas, rodeada de recuerdos que dolían más que cualquier herida física.
Mi madre, Carmen, apareció en la puerta con su bata azul. —Deja a tu hermana en paz, Marta. Bastante tiene con lo suyo —dijo, como si yo fuera una niña pequeña incapaz de defenderse.
Pero yo ya no era una niña. Había sacrificado mi juventud cuidando de mi padre enfermo, renunciando a becas y oportunidades porque «la familia es lo primero». Cuando mis amigas salían de fiesta por Malasaña o planeaban viajes a la costa, yo preparaba cenas y recogía pastillas en la farmacia. Nadie me lo pidió directamente, pero todos lo esperaban de mí.
La gota que colmó el vaso llegó cuando conocí a Sergio. Él era diferente, o eso quise creer. Tenía esa sonrisa fácil y una manera de hablar que hacía que todo pareciera posible. Nos conocimos en una reunión de antiguos alumnos del instituto. Yo llevaba años sin ver a nadie y me sentía fuera de lugar, hasta que él se sentó a mi lado y me preguntó por mi vida.
—¿Y tú? ¿Qué has hecho todos estos años? —me preguntó mientras jugaba con su vaso de vino.
—Nada especial —respondí, bajando la mirada—. Cuidar de los míos, supongo.
Él sonrió y me dijo que eso era lo más valioso del mundo. Me aferré a esas palabras como si fueran un salvavidas. Empezamos a vernos cada semana: paseos por el Retiro, cenas improvisadas en mi casa, mensajes a medianoche. Por primera vez sentí que alguien veía mi esfuerzo, que alguien valoraba mi tiempo.
Pero pronto empecé a notar las grietas. Sergio siempre tenía una excusa para no venir cuando más lo necesitaba: trabajo, cansancio, compromisos con sus amigos. Yo lo justificaba ante todos y ante mí misma. «Está ocupado, pero me quiere», repetía como un mantra.
Una noche, después de cuidar a mi padre durante horas y preparar la cena para todos, le escribí: «¿Vienes? Te echo de menos». Tardó dos horas en responder: «Hoy no puedo, lo siento. Mañana seguro». Mañana nunca llegaba.
Marta me miraba con lástima y rabia. —¿No ves que solo te busca cuando le conviene? —me decía—. Siempre das y nunca recibes nada a cambio.
Pero yo seguía esperando. Porque así me habían enseñado: a dar sin esperar nada, a poner las necesidades de los demás por encima de las mías. Hasta que un día, después del funeral de mi padre, Sergio ni siquiera apareció. Me mandó un mensaje frío: «Lo siento mucho, Leire. Ánimo».
Esa noche rompí a llorar como nunca antes. Mi madre intentó consolarme, pero yo solo quería desaparecer. Me encerré en mi habitación y repasé mentalmente cada momento en el que había renunciado a algo por los demás: la beca en Barcelona, el viaje con mis amigas a Cádiz, las tardes en las que soñaba con escribir y acababa planchando camisas ajenas.
Los días pasaron lentos y pesados. Marta se fue a vivir con su novio a Lavapiés y mi madre se refugió en sus novelas románticas. Yo me quedé sola con el eco de mis decisiones.
Un domingo cualquiera, mientras paseaba por el parque con mi amiga Lucía —la única que nunca se fue del todo—, me atreví a decirlo en voz alta:
—Creo que he perdido demasiado tiempo esperando algo que nunca iba a llegar.
Lucía me abrazó fuerte. —Nunca es tarde para empezar a pensar en ti —susurró.
Esa frase fue como una bofetada y un bálsamo al mismo tiempo. Empecé poco a poco: retomé mis clases de escritura creativa en el centro cultural del barrio; aprendí a decir «no» sin sentirme culpable; dejé de justificar las ausencias de Sergio hasta que un día simplemente dejé de escribirle.
Mi madre al principio no lo entendía. —¿Y si te necesita alguien? —me preguntaba preocupada.
—Ahora me necesito yo —le respondí con voz temblorosa pero firme.
No fue fácil. Hubo días en los que la soledad pesaba tanto como antes pesaban las obligaciones. Pero también hubo momentos de luz: una tarde escribiendo bajo el sol de Madrid, una carcajada inesperada con Lucía en una terraza cualquiera, la sensación de recuperar poco a poco mi propio tiempo.
Hoy miro atrás y me doy cuenta de todo lo que entregué sin recibir nada a cambio. No guardo rencor, pero sí he aprendido algo esencial: nadie va a valorar tu tiempo si tú misma no lo haces primero.
¿Hasta cuándo vamos a seguir regalando pedazos de nuestra vida a quienes no saben apreciarlos? ¿Cuántas veces más tenemos que perdernos para aprender a encontrarnos?