El secreto de mi madre: una carta nunca enviada

—¿Por qué nunca me abrazaste, mamá? —me pregunté en voz baja, sentada en el suelo de su habitación, rodeada de cajas polvorientas y el olor a colonia Nenuco que aún flotaba en el aire. El silencio de la casa era tan denso que casi podía oír el eco de mis propios pensamientos. Había pasado una semana desde el funeral y todavía no lograba entender cómo una persona podía desaparecer tan de repente, dejando tras de sí tantas preguntas sin respuesta.

Mi madre, Carmen, siempre fue un enigma. Recuerdo que de niña miraba con envidia a mis amigas cuando sus madres las recogían del colegio con besos y risas. La mía llegaba puntual, sí, pero siempre seria, con la mirada perdida en algún punto lejano. «Venga, Lucía, que tenemos prisa», decía, y yo obedecía sin rechistar. Nunca hubo bromas ni confidencias; en casa reinaba la rutina y el silencio.

Con los años aprendí a justificarlo: «Es de otra época», me decía mi tía Pilar. «Tu madre ha pasado mucho, hija». Pero nadie me contaba exactamente qué era ese «mucho». Mi padre, Antonio, tampoco hablaba del tema. Él era aún más hermético, como si la tristeza de mi madre le hubiera contagiado el mutismo.

El día que encontré la carta fue por casualidad. Estaba vaciando el armario para donar su ropa cuando una caja pequeña cayó al suelo. Dentro había fotos antiguas, un rosario roto y un sobre amarillento con mi nombre escrito en una letra temblorosa. Dudé antes de abrirlo; sentí que estaba invadiendo algo sagrado. Pero la curiosidad pudo más.

«Querida Lucía», comenzaba la carta. «Sé que nunca he sabido ser la madre que esperabas. Cada día me pesa no haberte dado los abrazos que necesitabas, ni las palabras dulces que merecías. Pero hay cosas que no se pueden decir en voz alta, heridas que no cicatrizan aunque pase el tiempo».

Leí y releí esas líneas mientras las lágrimas me nublaban la vista. La carta seguía: «Cuando tenía tu edad, soñaba con escapar de este pueblo. Pero tu abuelo era un hombre duro y tu abuela apenas hablaba. Aprendí a callar para sobrevivir. Luego llegó tu padre y pensé que todo cambiaría, pero la vida no siempre es como una espera».

En ese momento sentí una mezcla de rabia y compasión. ¿Por qué nunca me contó nada? ¿Por qué tuvo que cargar sola con tanto dolor? Recordé una tarde de invierno en la que la sorprendí llorando en la cocina. Me acerqué y ella se secó las lágrimas rápidamente: «No pasa nada, Lucía. Ve a hacer los deberes». Yo obedecí, como siempre.

La carta continuaba: «No quiero que repitas mis errores. Habla cuando algo te duela. No te encierres como yo. Perdóname por no haber sabido quererte mejor».

Me quedé sentada en el suelo durante horas, repasando cada recuerdo con mi madre bajo una luz nueva. Comprendí por fin por qué nunca me abrazó: no porque no me quisiera, sino porque nadie le enseñó a hacerlo. Su vida estuvo marcada por el miedo y la soledad, y yo heredé ese silencio sin saberlo.

Esa noche soñé con ella. Estábamos en la playa de Sanlúcar, donde íbamos algunos veranos cuando yo era pequeña. Ella me sonreía desde lejos y yo corría hacia ella, pero nunca lograba alcanzarla.

Al día siguiente llamé a mi tía Pilar. Necesitaba respuestas.

—Tía, ¿por qué mamá era así? —pregunté sin rodeos.

Se hizo un silencio incómodo al otro lado del teléfono.

—Ay, Lucía… Tu madre sufrió mucho con tu abuelo. Era un hombre muy severo, casi cruel. Nunca le mostró cariño a nadie. Y luego lo de tu hermano… —se le quebró la voz.

Me quedé helada.

—¿Qué hermano?

—Tú eras muy pequeña… Tu madre perdió un bebé antes de que nacieras tú. Fue un golpe muy duro para ella y para Antonio también. Desde entonces cambió para siempre.

Colgué el teléfono temblando. De repente todo tenía sentido: la tristeza constante, el miedo a mostrar afecto, el muro invisible entre nosotras.

Durante días no pude pensar en otra cosa. Me preguntaba si habría algo que pudiera haber hecho para acercarme más a ella cuando estaba viva. ¿Y si le hubiera dicho más veces que la quería? ¿Y si hubiera insistido en abrazarla aunque ella se apartara?

En el entierro, mi prima Marta me había dicho: «Tu madre te quería mucho, aunque no supiera demostrarlo». En ese momento no lo entendí; ahora sí.

Decidí escribirle una carta yo también, aunque ya no pudiera leerla:

«Querida mamá,
Ahora entiendo tu silencio y tu distancia. Ojalá hubiéramos hablado más, ojalá te hubiera abrazado más fuerte cuando aún podía. Prometo romper este ciclo de dolor y enseñarle a mis hijos a decir lo que sienten sin miedo. Gracias por todo lo que diste sin palabras».

Guardé ambas cartas juntas en la caja y las coloqué en mi mesilla de noche. Cada vez que siento el impulso de callar lo que siento o de alejarme de los que quiero, abro esa caja y releo sus palabras.

A veces me pregunto: ¿Cuántas madres en España han sufrido en silencio como la mía? ¿Cuántos secretos familiares siguen guardados en cajones polvorientos esperando ser descubiertos? ¿Y cuántos hijos esperan aún un abrazo que nunca llega?