El silencio de mi hijo: una madre frente al olvido
—Álvaro, por favor… —mi voz se ahoga entre el bullicio de la Plaza Mayor, pero él ni siquiera gira la cabeza. Camina con paso firme, rodeado de amigos, como si yo fuera una sombra más entre los turistas y las palomas. Me quedo quieta, con las manos temblorosas apretando la bufanda que tejí para él hace años, cuando aún me dejaba abrazarle.
No sé en qué momento exacto mi hijo decidió que yo era invisible. Quizá fue cuando su padre nos dejó, cuando tuve que trabajar doble turno limpiando casas en Chamberí para pagarle los libros del instituto. O tal vez fue más tarde, cuando empezó a avergonzarse de mi acento manchego y de mis manos agrietadas por la lejía.
Recuerdo una noche, hace ya más de diez años. Álvaro tenía fiebre y yo no tenía dinero ni para el autobús al hospital. Lo llevé en brazos hasta Urgencias, bajo la lluvia, rezando para que no me lo quitaran los servicios sociales por no poder darle todo lo que necesitaba. Aquella noche me prometí que nunca le faltaría nada. Pero ahora me doy cuenta de que lo único que le falta soy yo.
—¿Por qué no me contestas los mensajes? —le pregunté hace unas semanas, cuando logré que me cogiera el teléfono.
—Estoy liado, mamá. Tengo exámenes y trabajo. No puedo estar pendiente de ti todo el día —me respondió con esa voz fría que nunca había escuchado en él.
Desde entonces, sólo silencio. Ni una llamada en mi cumpleaños. Ni un mensaje en Navidad. Solo veo su vida a través de las fotos que sube a Instagram: cenas con amigos en Malasaña, viajes a la costa, risas que ya no compartimos.
A veces pienso que la culpa es mía. Que fui demasiado protectora, demasiado exigente, demasiado madre. Que le asfixié con mi amor y mis miedos. Pero ¿cómo no iba a tener miedo? En este país, una mujer sola con un hijo es casi invisible. Nadie te pregunta cómo estás; sólo esperan que sigas adelante sin molestar.
Mi hermana Carmen me dice que le deje espacio, que los hijos siempre vuelven. Pero ella tiene tres hijos y un marido que la adora; no sabe lo que es cenar sola cada noche mirando el móvil por si llega un mensaje. Mi vecina Rosario, en cambio, me mira con lástima y me invita a tomar café para no verme llorar en el rellano.
Hoy he venido a Madrid sólo para verle. He esperado horas en la plaza donde sé que suele quedar con sus amigos después del trabajo. Cuando por fin le veo, mi corazón late tan fuerte que temo desmayarme. Me acerco despacio, temiendo asustarle, pero él ni siquiera me mira. Habla animadamente con una chica rubia —¿será su novia?— y se aleja sin reconocerme.
Me siento en un banco y dejo que las lágrimas caigan sin vergüenza. Una señora mayor se sienta a mi lado y me ofrece un pañuelo.
—¿Le pasa algo, hija?
—Nada que no le pase a muchas madres —respondo, intentando sonreír.
Pienso en todas las veces que Álvaro me decía «te quiero» antes de dormir. En las cartas del Día de la Madre llenas de dibujos torpes y corazones rojos. ¿Dónde quedó aquel niño? ¿En qué momento se convirtió en este hombre frío y distante?
El móvil vibra: es un mensaje de Carmen.
«¿Cómo ha ido? ¿Le has visto?»
No sé qué contestar. No quiero preocuparla ni admitir que he fracasado como madre.
Al volver a casa en el tren de cercanías, repaso mentalmente cada decisión tomada: dejar mi pueblo por Madrid, aceptar trabajos mal pagados, renunciar a mi propia vida para darle una mejor a él. ¿Sirvió de algo? ¿O sólo conseguí alejarle más?
En casa me espera el silencio y el olor a sopa recién hecha. Miro las fotos antiguas: Álvaro con uniforme del colegio, Álvaro soplando velas conmigo abrazándole por detrás…
Por la noche sueño con él pequeño otra vez, corriendo hacia mí con los brazos abiertos. Me despierto empapada en lágrimas y con una pregunta clavada en el pecho:
¿De verdad el amor de una madre puede romperse así? ¿O es sólo que los hijos necesitan olvidar para poder volar?
¿Alguna vez habéis sentido este vacío? ¿Pensáis que los hijos tienen derecho a alejarse aunque duela tanto?