El susurro de Esperanza: La historia de Lucía y la niña sin familia
—No me quiero morir, señora Lucía —me susurró Camila, con la voz quebrada y los ojos llenos de lágrimas, mientras yo le sostenía la mano en esa habitación fría y desangelada del hospital de San Miguel. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales como si el cielo mismo llorara por ella. Tenía apenas quince años y ya había perdido todo: a sus padres en un accidente de carretera en la ruta a Huancayo, su casa, su infancia. Ahora, la vida le arrebataba también la salud.
Recuerdo que esa noche los médicos salieron del cuarto con el ceño fruncido y las palabras pesadas de resignación. —No hay mucho más que podamos hacer —dijo el doctor Ramírez, sin mirarme a los ojos. —La infección ha avanzado demasiado. Quizás sea mejor prepararla para lo peor.
Pero yo no podía aceptar eso. No después de ver cómo Camila apretaba mi mano buscando un poco de calor humano, un poco de esperanza. Yo misma había perdido a mi hijo años atrás, víctima de la violencia que azota nuestras calles. Sabía lo que era quedarse sola en el mundo, sentir que nadie más se preocupa si vives o mueres.
Esa noche me quedé a su lado, ignorando el cansancio y las miradas reprobatorias de las otras enfermeras. Le conté historias de mi infancia en Ayacucho, de cómo mi abuela me enseñó a no rendirme nunca, aunque todo pareciera perdido. Camila me escuchaba en silencio, con los ojos fijos en el techo, como si buscara en mis palabras una razón para seguir luchando.
—¿Por qué me pasa esto a mí? —me preguntó de pronto, rompiendo el silencio.
Me costó encontrar una respuesta. ¿Qué podía decirle a una niña que lo había perdido todo? Solo atiné a acariciarle el cabello y decirle:
—A veces la vida es injusta, Camila. Pero también nos da segundas oportunidades donde menos lo esperamos. Yo voy a estar aquí contigo. No te voy a dejar sola.
Pasaron los días y las noches entre antibióticos, exámenes y el zumbido constante de las máquinas. Los médicos seguían escépticos; algunos decían que era cuestión de tiempo antes de que Camila se apagara como una vela al viento. Pero yo veía algo distinto en sus ojos: una chispa de rebeldía, una pequeña llama que se negaba a extinguirse.
Una tarde, mientras le cambiaba el suero, Camila me miró fijamente y me dijo:
—¿Usted cree que todavía puedo salir de aquí? ¿Que puedo volver a estudiar?
Sentí un nudo en la garganta. Sabía que su recuperación sería larga y difícil, que afuera no la esperaba nadie más que un futuro incierto en un hogar estatal. Pero también sabía que si ella perdía la esperanza, todo estaría perdido.
—Claro que sí —le respondí con firmeza—. Pero tienes que prometerme que no te vas a rendir.
Ella asintió despacio, y por primera vez desde que llegó al hospital, esbozó una tímida sonrisa.
Esa noche recé por ella como nunca antes había rezado por nadie. Le pedí a Dios, a mi hijo allá arriba y a todos los santos que le dieran fuerzas para seguir luchando. Al día siguiente, cuando entré a su cuarto, la encontré sentada en la cama, mirando por la ventana.
—Soñé con mis papás —me dijo—. Me decían que no tenga miedo, que usted me va a cuidar.
Sentí las lágrimas arderme en los ojos. Me senté a su lado y le prometí que no iba a dejarla sola. Empecé a buscar ayuda fuera del hospital: llamé a una amiga psicóloga para que hablara con ella; convencí al director del hospital para que gestionara una beca escolar; hablé con una trabajadora social para evitar que la enviaran al hogar estatal apenas saliera del hospital.
No fue fácil. En cada paso encontré trabas burocráticas, indiferencia y hasta comentarios crueles sobre «niños problema». Pero cada vez que pensaba en rendirme, recordaba la mirada de Camila y el dolor de mi propia pérdida. No podía fallarle.
Poco a poco, Camila fue mejorando. Su cuerpo respondía al tratamiento y su ánimo también parecía renacer. Un día me pidió papel y lápiz para escribirle una carta a sus padres. La dejó sobre la mesita de noche y me pidió que se la guardara.
—¿Qué dice la carta? —le pregunté.
—Que los extraño —me respondió—. Pero también les cuento que usted es como un ángel para mí.
No supe qué decirle. Solo la abracé fuerte y le prometí otra vez que no iba a dejarla sola.
El alta llegó un mes después. Los médicos no podían creerlo; decían que era un milagro. Pero yo sabía que no era solo cuestión de medicina: era cuestión de amor, de fe y de no rendirse ante la adversidad.
El día que Camila salió del hospital llevaba puesta una blusa prestada y una mochila vieja con sus pocas pertenencias. Yo caminé a su lado hasta el portón del hospital, bajo el sol tibio de esa mañana limeña.
—¿Y ahora qué va a pasar conmigo? —me preguntó con miedo.
Le tomé la mano y le respondí:
—Ahora empieza tu nueva vida. Y yo voy a estar contigo en cada paso.
Hoy, cinco años después, Camila estudia enfermería en la universidad pública. Vive conmigo; somos familia aunque no compartamos sangre. Cada vez que veo su sonrisa luminosa recuerdo aquella noche oscura en el hospital y me pregunto: ¿Cuántos niños como Camila siguen esperando una mano amiga? ¿Cuántas vidas podrían salvarse si todos creyéramos un poco más en el poder del amor?
¿Y tú? ¿Alguna vez sentiste que alguien te devolvió la esperanza cuando todo parecía perdido? ¿O fuiste tú quien tendió esa mano salvadora?